jueves, 25 de agosto de 2011

Como las pequeñas olas del puerto. Parte uno

ZZ se tomó un descanzo de una semana, aprovecho el día libre y les comparto el inicio de "Como las pequeñas olas del puerto" una novela que tengo lista hace más de un año.


9:00 Suena en el celular la melodía horrible que uso para despertarme. Estoy debajo de la frazada, aplastado. Dejo que suene, ya se apagará.

9:01 Lo que más me cuesta es empezar.

9:20 Sigo en la cama. Hoy no llueve o al menos no escucho el ruido del agua cayendo sobre el techo.

9:25 Aún en la cama. Me alegra que no llueva.
Los días de lluvia empezar me cuesta el doble; ni bien escucho las gotas repiqueteando en el techo de la cocina, vislumbro, de principio a fin, el espantoso día que vendrá: la lana húmeda del suéter, las botamangas embarradas por los adoquines flojos, los desgraciados que pasan dentro de sus autos y te salpican con la soberbia que embiste todo conductor; esa soberbia que los hace apretar el acelerador con impaciencia mientras disfrutan tu desesperada corrida de esquina a esquina. A esos miserables no les importa que el semáforo verde lo tengas vos y no ellos; sus autos cabecean impacientes y sus miradas asesinas se clavan sobre vos insinuándote que si les toca avanzar y aún estás frente a ellos te jodés por ser figurita de cartón, carne de cañón, un espectro gris que obstaculiza la llegada a sus respectivos destinos.
Que desgraciados parecen los hombres caminando bajo la lluvia, se pegan contra las paredes como sombras intentando evitar que las salpicaduras de los autos les lleguen a los pantalones, se refugian debajo de cada balcón que encuentran en su camino e inmediatamente observan el siguiente para hacer un rápido calculo de los metros que los separan, la cantidad y el lugar ideal en el que les conviene pegar un salto para evitar embarrarse hasta las rodillas, los posibles refugios alternativos que pueden hallar si el avance se vuelve difícil o el cálculo ideal termina siendo un poco inexacto. Parecen animales desvalidos, ciervos perseguidos por alguna fiera, pequeñas moléculas danzando en el universo como pelusas perdidas en una ráfaga de viento. Así llegan al tren, con la esperanza de un poco da paz. ¡Ilusos! La verdad es que los días de lluvia los asientos están siempre ocupados, el piso mojado y los paraguas como filos dispuestos a clavarse en las costillas de cualquiera al primer vaivén brusco del vagón. Y los cuerpos; los cuerpos apilados que, en vez de brindar refugio y calor, se desafían incómodos, contagiándose el agua, estropeándose las ropas.
Entonces comienzan los suspiros, los chasquidos malhumorados, los no empujen, los pisotones, los corriéndose al fondo que hay lugar; el reparto azaroso de los codos que golpean aquí y allá desacomodando las paciencias; o ese momento absurdo en que te encontrás apretado contra un extraño en abrazos vergonzosos, cara contra cara, disimulando la respiración, expirando hacia el techo para no largarle el aliento a perro de la madrugada, congelado en la posición más incómoda que pueda existir para evitar que tus ojos choquen con los suyos, para evitar que se desvíen a los pechos si el azar ha incrustado sobre vos un cuerpo femenino, para evitar cualquier atisbo de familiaridad que pueda llevar a un malentendido, como si uno digiera no soy yo, es la lluvia, es la vida misma, es qué se yo que es, pero no soy culpable.
Por eso me cuesta tanto el doble empezar los días de lluvia. Aún debajo de la frazada, escuchando el concierto monótono y gris de las gotas repiqueteando en el techo, me pregunto: ¿Cómo salir de la cama si eso significa empezar a vivir, lo que ya se sabe, un verdadero tormento? ¿De dónde sacar las ganas para salir corriendo bajo la lluvia si uno ya sabe que de tal trámite sólo sacará un alma empapada y unos dedos del pie que, envueltos en una media que parece no secarse nunca, yacen contraídos, apilados unos sobre otros, arrugados, tímidos y hartos?
Uno, arropado, oculto en la caverna moderna repleta de fuegos eléctricos, mira como las copas de los árboles se sacuden furiosas por el ímpetu del viento y sabe que tendrá que caminar por calles angostas, buscando refugio en cualquier saliente que sirva de toldo.
En las confiterías estarán los atemporales, los exiliados de compromisos, que mientras toman un cortado, con el diario en la mano, mirarán de reojo cómo intentas caminar erguido bajo el peso baboso del temporal. Ellos son inmensamente ricos, los días de lluvia, con sus dientes amarillos y carcomidos por el tabaco, con sus chombas apolilladas y sus ojeras ensombrecidas por horas y horas de nada, de vidas imaginadas en el borde de una mesa.
Ni hablar, no, ni hablar de la tristeza de abrir la mochila, ya sentado en el amparo del escritorio, para descubrir los papeles con la tinta corrida, la agenda con la tapa de cuero que se deshace y se pierde en el fondo. Y encima, achís, has descubierto que la garganta pica un poco, que la nariz está fría y chorrea agua.
¿Cómo empezar? ¿Cómo empezar a escribir en la computadora los informes, llenar las planillas si ya están al acecho las miradas de los compañeros de trabajo que disimulan sus desganas y sus ocios poniendo en evidencia tus desganas y tus ocios?
La oficina es esa tierra baldía en la cual la culpa se transfiere como un virus, como una mancha irreparable.
Y las voces que gatean por las paredes y se meten por el caracol del oído, de ese oído absoluto que no es posible cerrar nunca. Estamos condenados a escuchar lo que no queremos saber del otro, no queremos y tenemos que oír como la recepcionista levanta el tubo cada media hora para recriminar al novio inobjetables desatenciones.
¿Cómo empezar si ya el despertador suena, en el tejado retumban las gotas y el cuerpo se levanta somnoliento hacia la ducha?
¿Cómo empezar si empezar supone dejar que la voluntad se discurra junto al shampoo por la rendija de la bañadera y montarse a un cuerpo que ingobernable se sacude y tiembla a penas se posa en la vereda?
Sin embargo, hay que empezar.

9:34 Eso pienso mientras trato de entender por qué, si es sábado, tengo que soportar este maldito despertador.

9:35 Tengo tres trabajos. Por las mañanas vendo productos por teléfono, por las tardes doy clases en un colegio y dos noches a la semana coordino un taller literario. Los sábados me gusta dormir hasta tarde. Hoy no es el caso. Decido confiar en el despertador. Me levanto.

9:38 Camino hacia la ducha. Abro el agua caliente y la dejo caer. Me da la sensación de que está hirviendo pero al minuto comprendo que, en verdad, está helada. El calefón no anda. Voy a tener que enjabonarme tiritando.

9:40 Estoy debajo del agua. Tengo el cuerpo morado y la dentadura se mueve de forma involuntaria golpeando los maxilares como si fuera una máquina de escribir. Escribo en el are mi desesperación, mi frío, mi impotencia.

9:40 Por la ventanita del baño veo la calle casi desierta. Parece Siberia. Los pocos paseantes van cargados de frío y sueño.

9:47 Me visto.

9:50 Pongo una taza con agua en el microondas. Busco unas galletitas de agua y camino hacia el comedor. Sobre la mesa encuentro la razón de que el despertador sonara un sábado a las 9 de la mañana: una pila de textos que mis alumnos de taller me entregaron la última clase. Hoy tengo que corregir temprano porque a la tarde es el gran evento familiar (¿Cómo saber que el día se volvería tan trágico y que me encontraría en la necesidad de escribir este estúpido simulacro de explicación?)

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