No se de donde salió. Hay quien dice que de la biblioteca y quien dice que de adentro de ciertos libros. No se de dónde salió esa ciudad ni dónde están las oscuras avenidas que conducen hacia su centro.
Apareció una mañana. A un costado de la cama. Encandilaban las luces que titilaban y el lejano eco de las bocinas.
No se de dónde salió ni a qué se dedican esos hombrecitos de traje que van y vienen por las diminutas calles. Parecen los gérmenes de una peste nueva deambulando por el circuito enmarañado de las venas o esas figuras del pacman que van devorando lo que se les cruza por el paso.
La ciudad entera cabe en la palma de la mano. Tiene la forma de esos adornos que uno hace girar para ver caer la nieve sobre un pesebre de plástico.
Lo primero que hicieron fue tratar de romper esa esfera. No era extraño ese impulso, esa crueldad que llaman curiosidad; como tampoco es extraño que cada tanto muera algún insecto que un escarbadientes ha abierto al medio por la fuerza de un niño, que un corazón se lastime en manos de otro y que un beso busque provocar la herida que haga comprender las formas del amor.
Lo intentaron todo pero esa sustancia vidriosa no se rompía. Les fascinó esa forma de inmortalidad y lo conservaron en la mesita de luz. Le hablaban de noche, le contaban secretos y le pedían la concreción de sus deseos. No sabían si el destinatario de sus palabras era la ciudad como conjunto o si buscaban la atención de alguno de esos hombrecitos gastados que iban y venían por las diminutas calles. Estaban ciegos para advertir que nadie allí parecía estar disponible para otra acción distinta a su andar.
Uno creyó que la esfera era un pasaporte hacia lo insólito y lo llevaba en su bolso durante el día. Tenía la precaución de dejarlo cada tarde en el cajón de la mesa de luz para no interrumpir las ceremonias nocturnas.
Uno empezó a sentir que la esfera atraía cosas mágicas y las cosas que siempre ocurrían con cierta cotidianidad le parecían ahora distintas. El tren se atrasaba y llegaba tarde al trabajo y ya no era el manejo turbio e irresponsable de los dueños de la empresa; el tren se atrasaba para que Uno pudiese conocer a la muchacha morocha que leía todos los día una novela erótica cuyo título estaba oculto detrás de un envoltorio hecho en papel de diario; para que viera esos ojos de un marrón triste y tuviera con qué soñar.
Todos sentían que el carácter inmortal de esa ciudad se les contagiaba un poco; se sentían un poco especiales e importantes.
La Otra cuando Uno se dormía llevaba la ciudad al baño y bailaba desnuda. Quería devolverle a la esfera la fascinación que despertaba en ella. Mostraba su inmenso cuerpo a esos hombres grises que parecían necesitar un poco de erotismo. Acaso el erotismo que despertaba en ella como si su baile pudiera abstraerlos y conducirlos hacia una zona nueva sin calles grises y bocinas.
Uno y Otra meditaban en la soledad de su almohada sobre la esencia de su descubrimiento. No podían saber si la esfera representaba una divinidad a la cual ellos le debían tributo o si ellos eran en verdad los dioses de esa ciudad que había aparecido allí para moverse y vivir a expensas de sus miradas totalizadoras. No hablaban de eso. Cada uno lo meditaba en soledad como se meditan las cosas que nos afectan íntimamente. No es raro que sepamos de Uno y de la Otra las cosas más superficiales mientras las verdaderas, las que hacen vacilar y crecer, evolucionen en un tiempo ajeno a otros tiempos para descubrirse un día en la madurez de una decisión irrevocable. Así pasa con nuestros afectos, se van y vienen a través de ríos que sólo ellos surcan. Así pasa con nosotros, vamos y venimos en la vergüenza del secreto para explotar en la demencia del mañana.
Aquél niño tenía con la esfera otras costumbres. Le gustaba cuestionarla sobre las cosas que escapaban a su lógica. Creía, por ejemplo, que los hombres grises eran los que escondían el control remoto, se llevaban los encendedores y ponían fósforos gastados en las cajas nuevas.
A veces hacía pruebas e intentaba perder un juguete. Lo dejaba cerca de la ciudad y se iba por ahí. Pero los hombres grises no eran tontos y nunca se lo llevaban. Hacían desaparecer, en cambio, una media, robaban un juguete que ya no era importante, se paraba en la cola del perro para hacerlo girar en círculos.
Uno pensaba que siempre había vivido en círculos hasta la aparición de esa ciudad diminuta. Esa ciudad diminuta venía a mostrarle que las cosas insólitas ocurrían como ocurrió esa tarde en que la tarta del almuerzo tenía en su centro un clavo; o aquel otro día en que vio en la calle un auto que andaba sólo. No sé le ocurrió pensar que el conductor era bajo pues ya las cosas no podían ser tan simples.
Uno había olvidado que la vida sí era circular y que todo andar nos lleva hacia uno mismo. Esa pérdida de orientación terminó de extraviarlo.
A la Otra le ocurrió algo semejante. Se sentía inmortal y plena de amor. Sentía que era la fantasía amorosa de esos hombres grises y que había nacido para mostrar su sexo y mantener así el deseo vital de esos seres.
Uno y la Otra comenzaron a pelear por la esfera. La querían día y noche y nada les importaba más allá de esa posesión. No sé cuánto duró la lucha ni en qué términos se desarrolló; si fue un combate abierto o una disimulada riña que se ocultaban el Uno a la Otra.
Lo único que sé de esta extraña historia es que Aquél niño se levantó un día y no supo nunca más de Uno y de Otra. Tampoco volvió a ver la extraña ciudad, ni a sus oscuros habitantes, ni escuchó el eco lejano de las bocinas ni la intermitencia de sus luces.
Aquel niño comprobó que las medias seguían desapareciendo y sus juguetes siendo raptados. Si esas cosas seguían ocurriendo, y la esfera ya no estaba, era obvio que se había equivocado de culpable. Había que desandar todas sus sospechas y buscar un nuevo origen al complot.
No sé a dónde habrá ido a parar esa ciudad. Me gustaría encontrarla sólo para ver si entre los hombres grises descubro a Uno y a Otra. Me los imagino andando con sus portafolios gastados sin mirar hacia el cielo. Me gustaría saber si ese no mirar encierra miedo, pereza u olvido.
Sí, me gustaría poder hacer un censo de esa ciudad y descubrir si sus habitantes sueñan o son soñados y si están allí para ser adorados o para rendir un extraño tributo del cual desconozco todo.
Apareció una mañana. A un costado de la cama. Encandilaban las luces que titilaban y el lejano eco de las bocinas.
No se de dónde salió ni a qué se dedican esos hombrecitos de traje que van y vienen por las diminutas calles. Parecen los gérmenes de una peste nueva deambulando por el circuito enmarañado de las venas o esas figuras del pacman que van devorando lo que se les cruza por el paso.
La ciudad entera cabe en la palma de la mano. Tiene la forma de esos adornos que uno hace girar para ver caer la nieve sobre un pesebre de plástico.
Lo primero que hicieron fue tratar de romper esa esfera. No era extraño ese impulso, esa crueldad que llaman curiosidad; como tampoco es extraño que cada tanto muera algún insecto que un escarbadientes ha abierto al medio por la fuerza de un niño, que un corazón se lastime en manos de otro y que un beso busque provocar la herida que haga comprender las formas del amor.
Lo intentaron todo pero esa sustancia vidriosa no se rompía. Les fascinó esa forma de inmortalidad y lo conservaron en la mesita de luz. Le hablaban de noche, le contaban secretos y le pedían la concreción de sus deseos. No sabían si el destinatario de sus palabras era la ciudad como conjunto o si buscaban la atención de alguno de esos hombrecitos gastados que iban y venían por las diminutas calles. Estaban ciegos para advertir que nadie allí parecía estar disponible para otra acción distinta a su andar.
Uno creyó que la esfera era un pasaporte hacia lo insólito y lo llevaba en su bolso durante el día. Tenía la precaución de dejarlo cada tarde en el cajón de la mesa de luz para no interrumpir las ceremonias nocturnas.
Uno empezó a sentir que la esfera atraía cosas mágicas y las cosas que siempre ocurrían con cierta cotidianidad le parecían ahora distintas. El tren se atrasaba y llegaba tarde al trabajo y ya no era el manejo turbio e irresponsable de los dueños de la empresa; el tren se atrasaba para que Uno pudiese conocer a la muchacha morocha que leía todos los día una novela erótica cuyo título estaba oculto detrás de un envoltorio hecho en papel de diario; para que viera esos ojos de un marrón triste y tuviera con qué soñar.
Todos sentían que el carácter inmortal de esa ciudad se les contagiaba un poco; se sentían un poco especiales e importantes.
La Otra cuando Uno se dormía llevaba la ciudad al baño y bailaba desnuda. Quería devolverle a la esfera la fascinación que despertaba en ella. Mostraba su inmenso cuerpo a esos hombres grises que parecían necesitar un poco de erotismo. Acaso el erotismo que despertaba en ella como si su baile pudiera abstraerlos y conducirlos hacia una zona nueva sin calles grises y bocinas.
Uno y Otra meditaban en la soledad de su almohada sobre la esencia de su descubrimiento. No podían saber si la esfera representaba una divinidad a la cual ellos le debían tributo o si ellos eran en verdad los dioses de esa ciudad que había aparecido allí para moverse y vivir a expensas de sus miradas totalizadoras. No hablaban de eso. Cada uno lo meditaba en soledad como se meditan las cosas que nos afectan íntimamente. No es raro que sepamos de Uno y de la Otra las cosas más superficiales mientras las verdaderas, las que hacen vacilar y crecer, evolucionen en un tiempo ajeno a otros tiempos para descubrirse un día en la madurez de una decisión irrevocable. Así pasa con nuestros afectos, se van y vienen a través de ríos que sólo ellos surcan. Así pasa con nosotros, vamos y venimos en la vergüenza del secreto para explotar en la demencia del mañana.
Aquél niño tenía con la esfera otras costumbres. Le gustaba cuestionarla sobre las cosas que escapaban a su lógica. Creía, por ejemplo, que los hombres grises eran los que escondían el control remoto, se llevaban los encendedores y ponían fósforos gastados en las cajas nuevas.
A veces hacía pruebas e intentaba perder un juguete. Lo dejaba cerca de la ciudad y se iba por ahí. Pero los hombres grises no eran tontos y nunca se lo llevaban. Hacían desaparecer, en cambio, una media, robaban un juguete que ya no era importante, se paraba en la cola del perro para hacerlo girar en círculos.
Uno pensaba que siempre había vivido en círculos hasta la aparición de esa ciudad diminuta. Esa ciudad diminuta venía a mostrarle que las cosas insólitas ocurrían como ocurrió esa tarde en que la tarta del almuerzo tenía en su centro un clavo; o aquel otro día en que vio en la calle un auto que andaba sólo. No sé le ocurrió pensar que el conductor era bajo pues ya las cosas no podían ser tan simples.
Uno había olvidado que la vida sí era circular y que todo andar nos lleva hacia uno mismo. Esa pérdida de orientación terminó de extraviarlo.
A la Otra le ocurrió algo semejante. Se sentía inmortal y plena de amor. Sentía que era la fantasía amorosa de esos hombres grises y que había nacido para mostrar su sexo y mantener así el deseo vital de esos seres.
Uno y la Otra comenzaron a pelear por la esfera. La querían día y noche y nada les importaba más allá de esa posesión. No sé cuánto duró la lucha ni en qué términos se desarrolló; si fue un combate abierto o una disimulada riña que se ocultaban el Uno a la Otra.
Lo único que sé de esta extraña historia es que Aquél niño se levantó un día y no supo nunca más de Uno y de Otra. Tampoco volvió a ver la extraña ciudad, ni a sus oscuros habitantes, ni escuchó el eco lejano de las bocinas ni la intermitencia de sus luces.
Aquel niño comprobó que las medias seguían desapareciendo y sus juguetes siendo raptados. Si esas cosas seguían ocurriendo, y la esfera ya no estaba, era obvio que se había equivocado de culpable. Había que desandar todas sus sospechas y buscar un nuevo origen al complot.
No sé a dónde habrá ido a parar esa ciudad. Me gustaría encontrarla sólo para ver si entre los hombres grises descubro a Uno y a Otra. Me los imagino andando con sus portafolios gastados sin mirar hacia el cielo. Me gustaría saber si ese no mirar encierra miedo, pereza u olvido.
Sí, me gustaría poder hacer un censo de esa ciudad y descubrir si sus habitantes sueñan o son soñados y si están allí para ser adorados o para rendir un extraño tributo del cual desconozco todo.
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