Este es un cuento que rescate de la computadora. Tendrá unos tres años más o menos. Supongo que por aquella época tenía la ilusión de armar un libro de cuentos llamado "La ciudad no es una fiera". Pero de ese proyecto quedaron un par de cuentos colgados y nada más. La verdad que de todos los géneros el cuento es el que menos va con mi carácter. No le tengo paciencia y el placer de escribirlo se me transforma rápidamente en disciplina y matemática. No puedo escribir un cuento sin perder espontaneidad y poesía que es lo que intento plasmar cuando escribo. En fin, acá va una muestra de esto.
El humo de la olla subía hasta el techo. Benítez cuidaba el guiso para distraerse del mal humor que lo envenenaba. No estaba muy contento con la llegada de aquel compañero. Le gustaba trabajar solo. El delta era para eso, para sentirse solo.
A Méndez lo había mandado Bosco por pedido de alguien de más arriba. Benítez debía recibir un cargamento por aquellos días pero no confiaban en él; decían que estaba muy grande, muy pesado. Además, la transacción podía salir mal porque la entrega no era con la misma gente de siempre. Un grupo anónimo de Paraguay tenía una buena cantidad de coca que vendía muy barata y Bosco se había dejado tentar pero tenía miedo de que le arrebataran la plata, de que todo terminara a los tiros y Benítez estaba achanchado, amansado por la pesadumbre del río. Méndez era más joven, parecía más duro.
- ¿Para cuando eso, che? - preguntó Méndez con hambre. Se había adueñado de la casa, se había tomado el papel de jefe sin que nada se lo atribuyera.
- Está linda la flaca que trajiste hoy - dijo Benítez con desgana mientras revolvía el guiso.
- No la mires. No anda con escoria del barro. Es una mina en serio, tiene mi sangre
- Linda piba, che. Debe ser de otro padre, ¿no?
Méndez se levanto con tranquilidad, se ubicó al lado de Benítez, miro el guiso y le entró un corto en la boca del estómago. Le puso el caño en la cabeza.
- No te pasés, viejo. Si querés seguir trabajando y viviendo acá, mejor es que te quedés tranquilo. No te hagás el macho con mi hermana ni el gracioso conmigo ¿estamos?
La mujer entró y vio a Benítez de cuclillas con los cachetes rojos. Reprimió al hermano con una mirada que involucraba un mundo de reproches, toda una vida de andar recogiendo lo que el hermano estropeaba en su desmesura. Sentó a Benítez en la mesa, puso el mantel, los platos y siguió revolviendo el guiso.
Benítez miraba el suelo. Méndez le puso la mano en el hombro y lo invitó un truco. Eso tenía que irritaba e intimidaba: no tenían consistencia sus reacciones ya que sólo se guiaba por el río rabioso que le recorría sus profundidades. Era calmo y ameno y podía cortarte la garganta después de una gran carcajada.
Mientras jugaban, la mujer y Benítez se miraban con ternura, con calentura. Este se animo y dijo:
- Parece que se juntaron muchos familiares isleños en la casa del abuelo, como éste estaba viejo lo sentaron bajo el árbol del parque y todos se sentaron a hablar en ronda a él. Cada tanto el viejo se iba para un costado y uno de los nietos se apuraba a enderezarlo. Varias veces el viejo amago caer y alguno lo levantó hasta que a la noche el anciano enojado gritó: ¿van a dejarme tirar un pedo de un puta vez?!
Ella rió.
- Así me gusta - dijo Méndez - que la pasemos bien.
La mujer puso una damajuana de vino y el guiso en la mesa.
Otro día, Benítez buscó decidido a la piba. La espera para él era eso, un convivir tensionado entre la furia de Méndez y la atracción de la hermana. Ella caminaba por el parque que daba al interior de la isla. A Méndez se lo veía en el muelle fumando y haciendo patito contra el río. Benítez caminó cerca de la piba con la firmeza de sentirse libre de la mirada del hermano, de sus reacciones furiosas. Mientras se acercaba recordó Casablanca e imaginaba el siguiente diálogo:
- No me tengas rencor por mi hermano - decía ella atajándolo - Es así. Siempre fue así. No se trata de vos, ni de mí, ni de cualquier otro. Es algo que está en él. Está hecho para el choque. Y más sin droga. Se poné insoportable cuando no tiene droga.
- ¿Qué hacés pegada a él? Vos sos como el delta pero sin este olor a barro, a humedad. Vos deberías estar disfrutando, lejos, muy lejos de acá.
- Me gusta pensar que puedo cuidarlo, me gusta pensar que puedo salvarlo.
- ¿Y a vos?
- ¿Qué pasa conmigo?
- ¿Quién va a cuidarte de tus silencios?
- No necesito a nadie. Yo puedo sola. No me gusta deberle favores a nadie. Ja, además corro atrás de él para no pensar en mi. ¿Acaso crees que no lo sé?
Sin embargo, no hablaban. Habían quedado un frente al otro escuchando como el agua corría. Benítez la tomó de la cintura y le dio un beso fuerte. Ella se dejo. Al rato, sintieron que Méndez se acercaba y se separaron.
Benítez susurró algo inaudible mientras se alejaba. Los mosquitos zumbaban sobre el río. Todo estaba calmo y el viento hacía silbar las ramas de los juncos.
La noche de la entrega fue pesada, había esa humedad que se ve, que se siente como una bolsa que aplasta. Los paraguayos dejaron la lancha en el muelle y bajaron. Eran tres hombres flacos y largos. Benítez se sentía incómodo. La mujer había quedado escondida en la casa. Méndez estaba oculto en el follaje, acechando.
- ¿Estás solo? - preguntó el más flaco, tenía un corte en el cachete. Le iba desde el ojo hasta la pera.
- Sí, como quedaron con Bosco.
- Traigan el paquete - le dijo a los otros dos.
Bajaron un paquete grande de la lancha sobre el muelle. A lo lejos se escuchó la estampida de algún pájaro.
- ¿La plata?
Benítez sacó un sobre de su espalda y lo entregó al hombre del cachete cortado. Se saludaron con la cabeza y Benítez se dio media vuelta. Entonces, el paraguayo le clavó un cuchillo un poco más arriba de la cintura. Fue un movimiento veloz y preciso. Méndez saltó del escondite y disparó tres tiros. Los tres paraguayos cayeron con un segundo de diferencia. Uno tras otro.. Después volvieron a escucharse los ruidos de los insectos como si la naturaleza misma hubiera querido borrar la escena.
La mujer apareció corriendo entre el follaje. Se lanzó sobre Benítez que estaba desmayado en el piso. Méndez recogió el bolso.
Benítez veía todo nublado e imaginaba lo que hablarían los hermanos.
- ¿Qué hacés abrasada a esa porquería? – diría Mendez a la piba.
- Déjame ¿Qué te importa qué hago?
- No me vengas con cuentos de amor que esto no es una película en blanco y negro.
- ¿Amor? Lo único que siento en la vida es lástima. Mirálo, es un pobre tipo. Como vos, como yo. Un pobre tipo.
Pero nadie hablaba. La mujer había quedado junto a Benítez sin animarse a tocarlo.
Méndez sacó el teléfono.
- Sí, habla Méndez. Tenemos todo. Sí, mande a buscarlo. Mande un médico también. Se ve que Benítez está viejo no más. Che, Bosco ¿no le molesta si la pruebo?
El humo de la olla subía hasta el techo. Benítez cuidaba el guiso para distraerse del mal humor que lo envenenaba. No estaba muy contento con la llegada de aquel compañero. Le gustaba trabajar solo. El delta era para eso, para sentirse solo.
A Méndez lo había mandado Bosco por pedido de alguien de más arriba. Benítez debía recibir un cargamento por aquellos días pero no confiaban en él; decían que estaba muy grande, muy pesado. Además, la transacción podía salir mal porque la entrega no era con la misma gente de siempre. Un grupo anónimo de Paraguay tenía una buena cantidad de coca que vendía muy barata y Bosco se había dejado tentar pero tenía miedo de que le arrebataran la plata, de que todo terminara a los tiros y Benítez estaba achanchado, amansado por la pesadumbre del río. Méndez era más joven, parecía más duro.
- ¿Para cuando eso, che? - preguntó Méndez con hambre. Se había adueñado de la casa, se había tomado el papel de jefe sin que nada se lo atribuyera.
- Está linda la flaca que trajiste hoy - dijo Benítez con desgana mientras revolvía el guiso.
- No la mires. No anda con escoria del barro. Es una mina en serio, tiene mi sangre
- Linda piba, che. Debe ser de otro padre, ¿no?
Méndez se levanto con tranquilidad, se ubicó al lado de Benítez, miro el guiso y le entró un corto en la boca del estómago. Le puso el caño en la cabeza.
- No te pasés, viejo. Si querés seguir trabajando y viviendo acá, mejor es que te quedés tranquilo. No te hagás el macho con mi hermana ni el gracioso conmigo ¿estamos?
La mujer entró y vio a Benítez de cuclillas con los cachetes rojos. Reprimió al hermano con una mirada que involucraba un mundo de reproches, toda una vida de andar recogiendo lo que el hermano estropeaba en su desmesura. Sentó a Benítez en la mesa, puso el mantel, los platos y siguió revolviendo el guiso.
Benítez miraba el suelo. Méndez le puso la mano en el hombro y lo invitó un truco. Eso tenía que irritaba e intimidaba: no tenían consistencia sus reacciones ya que sólo se guiaba por el río rabioso que le recorría sus profundidades. Era calmo y ameno y podía cortarte la garganta después de una gran carcajada.
Mientras jugaban, la mujer y Benítez se miraban con ternura, con calentura. Este se animo y dijo:
- Parece que se juntaron muchos familiares isleños en la casa del abuelo, como éste estaba viejo lo sentaron bajo el árbol del parque y todos se sentaron a hablar en ronda a él. Cada tanto el viejo se iba para un costado y uno de los nietos se apuraba a enderezarlo. Varias veces el viejo amago caer y alguno lo levantó hasta que a la noche el anciano enojado gritó: ¿van a dejarme tirar un pedo de un puta vez?!
Ella rió.
- Así me gusta - dijo Méndez - que la pasemos bien.
La mujer puso una damajuana de vino y el guiso en la mesa.
Otro día, Benítez buscó decidido a la piba. La espera para él era eso, un convivir tensionado entre la furia de Méndez y la atracción de la hermana. Ella caminaba por el parque que daba al interior de la isla. A Méndez se lo veía en el muelle fumando y haciendo patito contra el río. Benítez caminó cerca de la piba con la firmeza de sentirse libre de la mirada del hermano, de sus reacciones furiosas. Mientras se acercaba recordó Casablanca e imaginaba el siguiente diálogo:
- No me tengas rencor por mi hermano - decía ella atajándolo - Es así. Siempre fue así. No se trata de vos, ni de mí, ni de cualquier otro. Es algo que está en él. Está hecho para el choque. Y más sin droga. Se poné insoportable cuando no tiene droga.
- ¿Qué hacés pegada a él? Vos sos como el delta pero sin este olor a barro, a humedad. Vos deberías estar disfrutando, lejos, muy lejos de acá.
- Me gusta pensar que puedo cuidarlo, me gusta pensar que puedo salvarlo.
- ¿Y a vos?
- ¿Qué pasa conmigo?
- ¿Quién va a cuidarte de tus silencios?
- No necesito a nadie. Yo puedo sola. No me gusta deberle favores a nadie. Ja, además corro atrás de él para no pensar en mi. ¿Acaso crees que no lo sé?
Sin embargo, no hablaban. Habían quedado un frente al otro escuchando como el agua corría. Benítez la tomó de la cintura y le dio un beso fuerte. Ella se dejo. Al rato, sintieron que Méndez se acercaba y se separaron.
Benítez susurró algo inaudible mientras se alejaba. Los mosquitos zumbaban sobre el río. Todo estaba calmo y el viento hacía silbar las ramas de los juncos.
La noche de la entrega fue pesada, había esa humedad que se ve, que se siente como una bolsa que aplasta. Los paraguayos dejaron la lancha en el muelle y bajaron. Eran tres hombres flacos y largos. Benítez se sentía incómodo. La mujer había quedado escondida en la casa. Méndez estaba oculto en el follaje, acechando.
- ¿Estás solo? - preguntó el más flaco, tenía un corte en el cachete. Le iba desde el ojo hasta la pera.
- Sí, como quedaron con Bosco.
- Traigan el paquete - le dijo a los otros dos.
Bajaron un paquete grande de la lancha sobre el muelle. A lo lejos se escuchó la estampida de algún pájaro.
- ¿La plata?
Benítez sacó un sobre de su espalda y lo entregó al hombre del cachete cortado. Se saludaron con la cabeza y Benítez se dio media vuelta. Entonces, el paraguayo le clavó un cuchillo un poco más arriba de la cintura. Fue un movimiento veloz y preciso. Méndez saltó del escondite y disparó tres tiros. Los tres paraguayos cayeron con un segundo de diferencia. Uno tras otro.. Después volvieron a escucharse los ruidos de los insectos como si la naturaleza misma hubiera querido borrar la escena.
La mujer apareció corriendo entre el follaje. Se lanzó sobre Benítez que estaba desmayado en el piso. Méndez recogió el bolso.
Benítez veía todo nublado e imaginaba lo que hablarían los hermanos.
- ¿Qué hacés abrasada a esa porquería? – diría Mendez a la piba.
- Déjame ¿Qué te importa qué hago?
- No me vengas con cuentos de amor que esto no es una película en blanco y negro.
- ¿Amor? Lo único que siento en la vida es lástima. Mirálo, es un pobre tipo. Como vos, como yo. Un pobre tipo.
Pero nadie hablaba. La mujer había quedado junto a Benítez sin animarse a tocarlo.
Méndez sacó el teléfono.
- Sí, habla Méndez. Tenemos todo. Sí, mande a buscarlo. Mande un médico también. Se ve que Benítez está viejo no más. Che, Bosco ¿no le molesta si la pruebo?
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