Les dejo un pequeño pasaje de "Frío". Esto es parte de una nouvelle de 40 páginas más o menos que está terminada. Por el momento veo difícil su publicación por cuestiones relacionadas con mi billetera. Sin embargo, tengo la necesidad de compartir con ustedes este trabajo que para mí fue muy importante.
Por lo general cuando escribo (por ejemplo, "La edad del sueño", una novela que edite en el 2002) tengo algunas ideas sueltas, juegos de plabras, algún personaje, alguna situación y lo demás se va haciendo desde la escritura. Con "Frío" tuve primero la idea completa y su escritura fue luchar para que esa idea se fuera perdiendo y quedara como fondo pero no como una presencia que achatara la espontaneidad de la escritura. Algo que me ayudó mucho (y que acá no podrán notar) fue la inclusión de notas al pie de página. La técnica de estas notas están inspiradas en una forma de escritura que descubrí "En el camino" de Kerouac. Por momentos, el narrador está hablando de algo (el río Mississipi, por ejemplo) y comienza una descripción poética de ese objeto. Esto es lo que pasa en mis notas de pie. El personaje comienza un periplo poético que contradice un poco el peso narrativo de sus cartas.
Y sí, "Frío" es la recopilación de unas cartas que escribe el personaje a su mujer.
Como todo, hay veces que me gusta mucho, hay veces que me gusta poco. Ahora descubrí que merece una nueva lectura para corregir ciertos pasajes (sobre todo, una ambigüedad de la escritura que varía entre el "comí" y el "he comido") que ensucian un poco el estilo.
Saludos y espero que les guste.
Un enano apareció detrás de una planta inmensa.
- Buenas tardes - dijo - ¿Viene a ver al doctor Morales?
Moral era lo que me faltaba.
- Por aquí, por favor.
Me condujo de la mano hacia un cuarto muy iluminado mientras luchaba con mi lengua y mi boca, mientras luchaba por decirle que no, que yo no quería ver a ningún doctor, que no sabía qué hacía allí, que a quien necesitaba ver era a vos, para abrazarte, para olvidar con tu aroma todo este malentendido.
El enano me pidió que aguardara sentado.
Esperé un rato en silencio hasta que me sentí quebrar. Tuve tanta mala suerte que las lágrimas llegaron junto con el doctor Morales. Era alto, muy alto y muy ancho y tenía las manos protegidas por guantes de látex y un barbijo que le colgaba de la pera como un fruto podrido.
- ¿Cuál es su problema, señor? Suénese los mocos y dígame.
- Esteee - dije - No tengo ningún problema, doctor, digo, estoy perfectamente. Debo haberme confundido de piso.
- No me diga. Ahórrese los trucos baratos. Prometo que no va a sentir ninguna molestia.
- En serio. Mi estado es inmejorable.
- Siempre hay algo en nosotros que puede ser perfeccionado. ¡Javier!, traiga la anestesia por favor. Encontraremos el motivo de su visita y el de su llanto. Estamos en el siglo XXI, amigo, las angustias se curan con bisturí. No se preocupe.
El enano llamado Javier salió detrás de una puerta saltando sobre mí. En el salto me aplicó una inyección.
Iban y venían las paredes. La luz titilaba. Pensaba con horror en las tinieblas. En la nada. En ser por siempre este Iván que desconocía pero que los otros ojos estaban convencidos de ver en mí.
Me desperté recostado en una cama. Era un cuarto completamente blanco. Había un jarro con flores rojas en una esquina. Había, también, un ventilador de techo que giraba haciendo pausas discontinuas.
Me levanté con apuro y corrí rumbo al ascensor. El enano se interpuso en mi camino queriendo frenarme pero tropecé con la alfombra y di, impulsado, de lleno contra él, empujándolo con fuerza hacia un costado y lastimándole la cara por un golpe de mi codo.
En el ascensor, serenándome, busqué el espejo.
Mi nariz estaba escondida tras un vendaje enorme. Tenía los ojos un poco hinchados y comenzaba a desplazarse por las ojeras una mancha morada que amenazaba con ocupar toda mi cara.
Sentí que el aire se volvía denso y que el ascensor se comprimía y se detenía y que el movimiento ascendente no era el del aparato que se desplazaba entre los pisos sino que, a la inversa, el movimiento lo ejercía mi cuerpo hacia abajo pues estaba siendo devorado por algún pozo cósmico y todo mi ser estaba a punto de desaparecer en la negritud de la nada. Sentí que el suelo giraba, giraba y giraba y lo negro iba devorándome…
Frente a mí había dos hombres de pie. La puerta del ascensor estaba abierta de punta a punta y yo veía desde el piso sin poder enfocar del todo esas caras nebulosas que preguntaban con una voz extraña: “¿Está bien, señor? ¿Se encuentra bien?”. Entre los dos me levantaron asiéndome desde los sobacos. Tomé un poco de agua que me ofrecieron en un vaso de plástico blanco. Tenía un dejo a café, como si hubieran servido el agua en un vaso mal lavado. No aguanté más y devolví todo. Uno de los hombres se miró el zapato manchado. Al soltarme murmuró algún insulto. Otra vez estaba en el piso del ascensor cuando las puertas se cerraron y no sé de dónde saqué la fuerza para levantarme y salir en la siguiente parada.
El hall era amplio. Había macetas con flores y plantas y un aroma a jardín y a primavera que lo envolvía todo. Por un momento, Elena mía, por un momento, acaso turbado por la venda, el hambre o por esos moretones que me rodeaban los ojos tuve la ilusión de estar en nuestro jardín, que recién me levantaba de un sueño extraño y que aun no me habías pedido que fuera por las compras, por tus benditas compras. Por un momento, tuve esa ilusión infantil y primaria de pensar que todo había sido un sueño pero toda esperanza se cortó de pronto cuando la voz potente de una señora gritó al final del pasillo: “Acérquese, joven, no sea tímido”.
Divisé un mostrador blanco que se perdía entre unas amapolas. Vi el cartel fileteado donde se leía el nombre de la agencia y debajo la aclaración EL MEJOR LUGAR PARA LOS SOLOS Y SOLAS. No pude retroceder. Sí, Elena, este espíritu curioso, tonto y vago, esta manía de meter la nariz en todo y de responder con un sí a todo me había paralizado una vez más.
La señora se acercó con un formulario y una pluma parker. No puedo decirte con exactitud cuánto tiempo estuve dormido por obra del doctor Morales pero deben haber sido varias horas. Lo supe por el hambre que sentía y porque detrás del ventanal se divisaba una luna lejana e irónica.
Se frenó unos metros antes de llegar a mí. Frunció un poco la nariz y me dijo: “Vamos a tener que hacer algo con su aspecto”. Me miré sin disimulo y comprobé que estaba en patas y con la bata blanca de paciente.
- ¿Lo dice por mi ropa? – pregunté con un intento de simpatía.
- No, no, más bien por el olor. La ropa está bien, un poco informal pero si es su estilo está bien. Ya encontraremos quién compatibilice con sus gustos. Como dice el director: “todo roto tiene un descosido” O algo así.
- No, señora, se equivoca. Estoy acá por error.
- No se disculpe tanto quiere. ¿Sabe por qué abrimos de noche?
La verdad es que no sabía, no quería saberlo, sólo pretendía romper el ventanal y perderme por alguna calle iluminada por aquella luna enorme que desde esa oficina parecía una proyección irreal.
- La mayoría de nuestros clientes llegan de noche. Impulsados por el alcohol, enternecidos por alguna película del cable, movilizados por un afán confesor. Y todos llegan con timidez y negación, como usted, con esa mirada desconfiada y un poco engreída. Nos miran con aire soberbio, como si estuvieran analizando y tomando nota de nuestra ridícula existencia, como si esto fuera una estafa y usted un pobre loco. Pero no se sienta así. Por dios, qué olor raro tiene usted. ¿Estuvo tomando remedios? No se ponga colorado, si viera la gente que llega acá los sábados. Linyeras, mujeres en camisón, incluso en ropa de encaje. Una vez llegó un tipo engominado y con un ramo de flores, traía las cenizas de su esposa en una lata de café. Quería que ella lo ayudara a elegir. En fin, ¿su nombre por favor?
- Carlos. No, Iván.
- ¿Carlos Iván?
No sabía qué pasaba. No podía decir Carlos porque Carlos eras vos, era nuestro jardín, nuestros roces en la cama, mi soledad y tus gritos, nuestros abrazos de reconciliación. Sobre todo, Carlos era un hombre que habitaba del otro lado del ventanal, era un hombre tímido y cobarde, pero era un hombre que caminaba detrás de ese ventanal.
- No, no, solamente Iván.
- Muy bien, Iván. ¿Qué clase de mujer quiere?
- La verdad es que no soy muy exigente. Una mujer común y corriente, nada complicado.
- Ya entiendo. Ya entiendo cabalmente por qué usted está solo.
- Eeee, pero, ee, ¿qué quiere decirme?
- ¿A qué mujer le puede interesar estar al lado de un hombre que la considera común y corriente? Por favor, dígame ¿a qué ser humano le puede interesar estar al lado de alguien que lo elige por ser común y corriente y cuya virtud más aplaudida y admirada por éste es la sencillez, es decir, la nulidad? En fin, ya entiendo su atuendo.
- ¿Qué quiere decirme?
- Que no puedo aceptar su solicitud.
- Pero… pero… ¿va a dejar a un hombre desesperado sin una pizca de ilusión?
- Mire Iván o Carlos o quien quiera que sea, no me quiera hacer sentir mal, éste es su castigo no el mío. Pero no desespere, puede hacer nuestro curso “Aprender a quererse es querer a los demás” y después, ¿quién le dice?, tal vez pueda presentar una solicitud mejor. Pero, sea honesto, ¿realmente puede un ser humano conquistar a otro con el plan de hacerlo sentir un ser común y simple? Por favor, estamos en este siglo, años de ciencia, de tecnología, de conocimiento del ser humano ¿Acaso no sabe que cada uno de nosotros es un ser único y divino, lleno de vitalidad y energía?
¡Qué angustia Elena! Sentí un dolor inmenso en el pecho y me puse a llorar.
- Disculpe, nuestra sabiduría es severa pero sostenida por un gran bagaje científico. No va a comprarme con lágrimas ni sensibilidades baratas. En fin, víctimas sobran pero verdaderos dueños de sí hay pocos. Aprenda a quererse y veremos qué hacemos con usted. El curso empieza mañana, si tiene su tarjeta de crédito podemos inscribirlo ahora mismo.
No podía dejar de llorar.
- Mire, buen hombre, si no se abstiene de llorar le tendré que pedir que se retire, y si no lo hace en breve le pediré al señor de seguridad que lo ayude a hacerlo.
Subí al ascensor y seguí llorando hasta llegar a la oficina de Iván. Tuve por primera vez el impulso de escribirte esta carta pero no lo hice porque tenía la esperanza de que al día siguiente todo fuera a aclararse. Me dormí entre las hojas, contemplando el vaivén minúsculo de la lámpara y soñando despierto que viajaba por el mundo con vos. Íbamos de país en país y éramos libres y jóvenes. Sin embargo, yo era diferente, un poco más desenvuelto, más reacio, más fuerte. Sobre todo, no tenía esta necesidad de escribir, de escribirte. No entendí bien qué significaba esa sensación en el sueño pero sentía eso, sentía que mientras estuviera escribiendo, el mundo que pululaba detrás del ventanal me sería ajeno, que yo no era digno de él o él no era compatible conmigo. Sentía que yo estaba condenado a ser yo y nunca uno de mis posibles porque si lograba eso, si lograba que yo no fuera yo, entonces yo desaparecería, y si yo desapareciera no sería en beneficio de otro sino en beneficio de la nada.
Al día siguiente me desperté con miedo. Escuchaba cómo la mujer de los tobillos atractivos hablaba por teléfono con el hombre de la voz ronca. En algún momento hablaron de Iván, de que no había vuelto a trabajar, que en la casa no atendía nadie y que era un momento muy difícil el que estaba viviendo. En eso quizás, el verdadero Iván y yo nos parecíamos. Unidos por una indescriptible sensación de pánico ante la vida que nos resultaba tan contraria.
De pronto, la sensación de miedo con la que me había despertado se materializó o al menos se racionalizó o simplemente encontró la forma de explicarse. Tenía miedo de que el error fuera doble y de que vos, Elena, no estuvieras buscándome, de que ni siquiera hubieras notado mi ausencia ya que el verdadero Iván, disfrazado de mí, estaba sentado en mi jardín leyendo mi diario y escuchando tus gritos. Hasta me lo imaginé dándote besos en la frente, usando mi ropa y mi plata mientras yo estaba acá abrazando el aire, durmiendo sobre hojas húmedas y amarillentas como si él me hubiese dejado atrapado en un cuaderno y se hubiera lanzado febril a la vida. A pesar de esta imagen que se me formaba en la mente no fui capaz de desesperarme, ni tuve ganas de romper la puerta para huir, más bien el miedo me sedaba y me rendía.
Van dos días, más o menos, según puedo descifrar por los ruidos de abajo, que estoy sedado y rendido en esta oficina, sin ánimo de bajar, sin fibra para obligarme a buscar una salida. Apenas he tenido el coraje de escribir esta carta, sólo para conectarme de nuevo con vos para que el recuerdo de nuestra casa me impulse a recobrar las fuerzas para la fuga.
Mañana voy a salir y no me importa lo que pueda pasarme. Mañana a la noche, Elena, estaremos en el comedor, comiendo ravioles con tuco, abrazados, leyendo esta carta. Tendremos que pedir turno con el oculista para que me encargue un nuevo juego de anteojos y probablemente me pedirás explicaciones por un par de cosas que escribí acá pero sabrás entenderlas o yo sabré disimularlas y toda nuestra vida volverá a su feliz y tranquilo cauce. Quizás, Elena, este párrafo me lo esté escribiendo sólo a mí, para darme fe y fuerza y, probablemente, tendremos que evitarlo en la lectura de mañana. Será tan feliz nuestro encuentro que lo anecdótico quedará de lado y estos tristes días serán un feo recuerdo que me acompañará los días de aburrimiento y me ayudará a enfrentar nuestros días difíciles. Esta experiencia me ha reunido de nuevo con mis más escondidos sentimientos hacia vos, me ha enseñado a reencontrarte y a reencontrarme.
Mañana será el día, lo presiento. Ahora debo acostarme, Elena, si quiero estar lúcido y despierto para intentar mi escape.
- Buenas tardes - dijo - ¿Viene a ver al doctor Morales?
Moral era lo que me faltaba.
- Por aquí, por favor.
Me condujo de la mano hacia un cuarto muy iluminado mientras luchaba con mi lengua y mi boca, mientras luchaba por decirle que no, que yo no quería ver a ningún doctor, que no sabía qué hacía allí, que a quien necesitaba ver era a vos, para abrazarte, para olvidar con tu aroma todo este malentendido.
El enano me pidió que aguardara sentado.
Esperé un rato en silencio hasta que me sentí quebrar. Tuve tanta mala suerte que las lágrimas llegaron junto con el doctor Morales. Era alto, muy alto y muy ancho y tenía las manos protegidas por guantes de látex y un barbijo que le colgaba de la pera como un fruto podrido.
- ¿Cuál es su problema, señor? Suénese los mocos y dígame.
- Esteee - dije - No tengo ningún problema, doctor, digo, estoy perfectamente. Debo haberme confundido de piso.
- No me diga. Ahórrese los trucos baratos. Prometo que no va a sentir ninguna molestia.
- En serio. Mi estado es inmejorable.
- Siempre hay algo en nosotros que puede ser perfeccionado. ¡Javier!, traiga la anestesia por favor. Encontraremos el motivo de su visita y el de su llanto. Estamos en el siglo XXI, amigo, las angustias se curan con bisturí. No se preocupe.
El enano llamado Javier salió detrás de una puerta saltando sobre mí. En el salto me aplicó una inyección.
Iban y venían las paredes. La luz titilaba. Pensaba con horror en las tinieblas. En la nada. En ser por siempre este Iván que desconocía pero que los otros ojos estaban convencidos de ver en mí.
Me desperté recostado en una cama. Era un cuarto completamente blanco. Había un jarro con flores rojas en una esquina. Había, también, un ventilador de techo que giraba haciendo pausas discontinuas.
Me levanté con apuro y corrí rumbo al ascensor. El enano se interpuso en mi camino queriendo frenarme pero tropecé con la alfombra y di, impulsado, de lleno contra él, empujándolo con fuerza hacia un costado y lastimándole la cara por un golpe de mi codo.
En el ascensor, serenándome, busqué el espejo.
Mi nariz estaba escondida tras un vendaje enorme. Tenía los ojos un poco hinchados y comenzaba a desplazarse por las ojeras una mancha morada que amenazaba con ocupar toda mi cara.
Sentí que el aire se volvía denso y que el ascensor se comprimía y se detenía y que el movimiento ascendente no era el del aparato que se desplazaba entre los pisos sino que, a la inversa, el movimiento lo ejercía mi cuerpo hacia abajo pues estaba siendo devorado por algún pozo cósmico y todo mi ser estaba a punto de desaparecer en la negritud de la nada. Sentí que el suelo giraba, giraba y giraba y lo negro iba devorándome…
Frente a mí había dos hombres de pie. La puerta del ascensor estaba abierta de punta a punta y yo veía desde el piso sin poder enfocar del todo esas caras nebulosas que preguntaban con una voz extraña: “¿Está bien, señor? ¿Se encuentra bien?”. Entre los dos me levantaron asiéndome desde los sobacos. Tomé un poco de agua que me ofrecieron en un vaso de plástico blanco. Tenía un dejo a café, como si hubieran servido el agua en un vaso mal lavado. No aguanté más y devolví todo. Uno de los hombres se miró el zapato manchado. Al soltarme murmuró algún insulto. Otra vez estaba en el piso del ascensor cuando las puertas se cerraron y no sé de dónde saqué la fuerza para levantarme y salir en la siguiente parada.
El hall era amplio. Había macetas con flores y plantas y un aroma a jardín y a primavera que lo envolvía todo. Por un momento, Elena mía, por un momento, acaso turbado por la venda, el hambre o por esos moretones que me rodeaban los ojos tuve la ilusión de estar en nuestro jardín, que recién me levantaba de un sueño extraño y que aun no me habías pedido que fuera por las compras, por tus benditas compras. Por un momento, tuve esa ilusión infantil y primaria de pensar que todo había sido un sueño pero toda esperanza se cortó de pronto cuando la voz potente de una señora gritó al final del pasillo: “Acérquese, joven, no sea tímido”.
Divisé un mostrador blanco que se perdía entre unas amapolas. Vi el cartel fileteado donde se leía el nombre de la agencia y debajo la aclaración EL MEJOR LUGAR PARA LOS SOLOS Y SOLAS. No pude retroceder. Sí, Elena, este espíritu curioso, tonto y vago, esta manía de meter la nariz en todo y de responder con un sí a todo me había paralizado una vez más.
La señora se acercó con un formulario y una pluma parker. No puedo decirte con exactitud cuánto tiempo estuve dormido por obra del doctor Morales pero deben haber sido varias horas. Lo supe por el hambre que sentía y porque detrás del ventanal se divisaba una luna lejana e irónica.
Se frenó unos metros antes de llegar a mí. Frunció un poco la nariz y me dijo: “Vamos a tener que hacer algo con su aspecto”. Me miré sin disimulo y comprobé que estaba en patas y con la bata blanca de paciente.
- ¿Lo dice por mi ropa? – pregunté con un intento de simpatía.
- No, no, más bien por el olor. La ropa está bien, un poco informal pero si es su estilo está bien. Ya encontraremos quién compatibilice con sus gustos. Como dice el director: “todo roto tiene un descosido” O algo así.
- No, señora, se equivoca. Estoy acá por error.
- No se disculpe tanto quiere. ¿Sabe por qué abrimos de noche?
La verdad es que no sabía, no quería saberlo, sólo pretendía romper el ventanal y perderme por alguna calle iluminada por aquella luna enorme que desde esa oficina parecía una proyección irreal.
- La mayoría de nuestros clientes llegan de noche. Impulsados por el alcohol, enternecidos por alguna película del cable, movilizados por un afán confesor. Y todos llegan con timidez y negación, como usted, con esa mirada desconfiada y un poco engreída. Nos miran con aire soberbio, como si estuvieran analizando y tomando nota de nuestra ridícula existencia, como si esto fuera una estafa y usted un pobre loco. Pero no se sienta así. Por dios, qué olor raro tiene usted. ¿Estuvo tomando remedios? No se ponga colorado, si viera la gente que llega acá los sábados. Linyeras, mujeres en camisón, incluso en ropa de encaje. Una vez llegó un tipo engominado y con un ramo de flores, traía las cenizas de su esposa en una lata de café. Quería que ella lo ayudara a elegir. En fin, ¿su nombre por favor?
- Carlos. No, Iván.
- ¿Carlos Iván?
No sabía qué pasaba. No podía decir Carlos porque Carlos eras vos, era nuestro jardín, nuestros roces en la cama, mi soledad y tus gritos, nuestros abrazos de reconciliación. Sobre todo, Carlos era un hombre que habitaba del otro lado del ventanal, era un hombre tímido y cobarde, pero era un hombre que caminaba detrás de ese ventanal.
- No, no, solamente Iván.
- Muy bien, Iván. ¿Qué clase de mujer quiere?
- La verdad es que no soy muy exigente. Una mujer común y corriente, nada complicado.
- Ya entiendo. Ya entiendo cabalmente por qué usted está solo.
- Eeee, pero, ee, ¿qué quiere decirme?
- ¿A qué mujer le puede interesar estar al lado de un hombre que la considera común y corriente? Por favor, dígame ¿a qué ser humano le puede interesar estar al lado de alguien que lo elige por ser común y corriente y cuya virtud más aplaudida y admirada por éste es la sencillez, es decir, la nulidad? En fin, ya entiendo su atuendo.
- ¿Qué quiere decirme?
- Que no puedo aceptar su solicitud.
- Pero… pero… ¿va a dejar a un hombre desesperado sin una pizca de ilusión?
- Mire Iván o Carlos o quien quiera que sea, no me quiera hacer sentir mal, éste es su castigo no el mío. Pero no desespere, puede hacer nuestro curso “Aprender a quererse es querer a los demás” y después, ¿quién le dice?, tal vez pueda presentar una solicitud mejor. Pero, sea honesto, ¿realmente puede un ser humano conquistar a otro con el plan de hacerlo sentir un ser común y simple? Por favor, estamos en este siglo, años de ciencia, de tecnología, de conocimiento del ser humano ¿Acaso no sabe que cada uno de nosotros es un ser único y divino, lleno de vitalidad y energía?
¡Qué angustia Elena! Sentí un dolor inmenso en el pecho y me puse a llorar.
- Disculpe, nuestra sabiduría es severa pero sostenida por un gran bagaje científico. No va a comprarme con lágrimas ni sensibilidades baratas. En fin, víctimas sobran pero verdaderos dueños de sí hay pocos. Aprenda a quererse y veremos qué hacemos con usted. El curso empieza mañana, si tiene su tarjeta de crédito podemos inscribirlo ahora mismo.
No podía dejar de llorar.
- Mire, buen hombre, si no se abstiene de llorar le tendré que pedir que se retire, y si no lo hace en breve le pediré al señor de seguridad que lo ayude a hacerlo.
Subí al ascensor y seguí llorando hasta llegar a la oficina de Iván. Tuve por primera vez el impulso de escribirte esta carta pero no lo hice porque tenía la esperanza de que al día siguiente todo fuera a aclararse. Me dormí entre las hojas, contemplando el vaivén minúsculo de la lámpara y soñando despierto que viajaba por el mundo con vos. Íbamos de país en país y éramos libres y jóvenes. Sin embargo, yo era diferente, un poco más desenvuelto, más reacio, más fuerte. Sobre todo, no tenía esta necesidad de escribir, de escribirte. No entendí bien qué significaba esa sensación en el sueño pero sentía eso, sentía que mientras estuviera escribiendo, el mundo que pululaba detrás del ventanal me sería ajeno, que yo no era digno de él o él no era compatible conmigo. Sentía que yo estaba condenado a ser yo y nunca uno de mis posibles porque si lograba eso, si lograba que yo no fuera yo, entonces yo desaparecería, y si yo desapareciera no sería en beneficio de otro sino en beneficio de la nada.
Al día siguiente me desperté con miedo. Escuchaba cómo la mujer de los tobillos atractivos hablaba por teléfono con el hombre de la voz ronca. En algún momento hablaron de Iván, de que no había vuelto a trabajar, que en la casa no atendía nadie y que era un momento muy difícil el que estaba viviendo. En eso quizás, el verdadero Iván y yo nos parecíamos. Unidos por una indescriptible sensación de pánico ante la vida que nos resultaba tan contraria.
De pronto, la sensación de miedo con la que me había despertado se materializó o al menos se racionalizó o simplemente encontró la forma de explicarse. Tenía miedo de que el error fuera doble y de que vos, Elena, no estuvieras buscándome, de que ni siquiera hubieras notado mi ausencia ya que el verdadero Iván, disfrazado de mí, estaba sentado en mi jardín leyendo mi diario y escuchando tus gritos. Hasta me lo imaginé dándote besos en la frente, usando mi ropa y mi plata mientras yo estaba acá abrazando el aire, durmiendo sobre hojas húmedas y amarillentas como si él me hubiese dejado atrapado en un cuaderno y se hubiera lanzado febril a la vida. A pesar de esta imagen que se me formaba en la mente no fui capaz de desesperarme, ni tuve ganas de romper la puerta para huir, más bien el miedo me sedaba y me rendía.
Van dos días, más o menos, según puedo descifrar por los ruidos de abajo, que estoy sedado y rendido en esta oficina, sin ánimo de bajar, sin fibra para obligarme a buscar una salida. Apenas he tenido el coraje de escribir esta carta, sólo para conectarme de nuevo con vos para que el recuerdo de nuestra casa me impulse a recobrar las fuerzas para la fuga.
Mañana voy a salir y no me importa lo que pueda pasarme. Mañana a la noche, Elena, estaremos en el comedor, comiendo ravioles con tuco, abrazados, leyendo esta carta. Tendremos que pedir turno con el oculista para que me encargue un nuevo juego de anteojos y probablemente me pedirás explicaciones por un par de cosas que escribí acá pero sabrás entenderlas o yo sabré disimularlas y toda nuestra vida volverá a su feliz y tranquilo cauce. Quizás, Elena, este párrafo me lo esté escribiendo sólo a mí, para darme fe y fuerza y, probablemente, tendremos que evitarlo en la lectura de mañana. Será tan feliz nuestro encuentro que lo anecdótico quedará de lado y estos tristes días serán un feo recuerdo que me acompañará los días de aburrimiento y me ayudará a enfrentar nuestros días difíciles. Esta experiencia me ha reunido de nuevo con mis más escondidos sentimientos hacia vos, me ha enseñado a reencontrarte y a reencontrarme.
Mañana será el día, lo presiento. Ahora debo acostarme, Elena, si quiero estar lúcido y despierto para intentar mi escape.
4 comentarios:
ale!!!
sólo dos líneas y esa atmósfera absurda del doctor y el enano me hicieron caer de cabeza dentro de la historia.
"siempre hay algo en nosotros que puede ser perfeccionado. ¡Javier!, traiga la anestesia..."
y todas esas disquicisiones sobre el amor y la sencillez!
y la "sabiduría severa" de esa mujer que lo invita al curso.
me encantó, de verdad, me quedó esa sensación de cerrar una página antes de dormir, sabiendo que el libro espera ahí para seguir degustándolo.
te dejo mi abrazo!
realmente no habría mejor manera de terminar mi día...
esta noche se cierra con tus palabras, con tus reflexiones filósoficas y psicológicas del amor y todos sus vaivenes, encerrados en un relato que fluye por sí solo, con sus buenos toques bizarros.
me enkantó, ale. maravillosamente escrito, diabólicamente atrapante.
p.d: no te preocupes por las demoras, che! sé ke andás ocupado, y te agradezco que aún así me mantengas al tanto con la dies. voy a estar esperando noticias! :)
abrazos azules!!
Ale!!! la parte de la imagen con el cirujano va para lo de los espejos! Dp te llamo y te cuento bien!!
baccios geniecito!
wow! ale!
qué ganas de seguir leyendo!
(y mirá que ando desganada!)
te quiero mucho!
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