viernes, 14 de diciembre de 2007

La tela de araña (I)

Así empieza nuestra entrega policial de la semana, que podemos llamar entre nosotros: "el policial de los viernes"



Estaba encerrado, el muy porfiado, en una caja de fósforos de una marca llamada dorado. Andaba repiqueteando. Un poco por rabia. Un poco por bronca. Y un poco para mantenerse activo y no caer en la tragedia de saberse vencido.
No era para menos, si el distraído se había metido dónde no era debido.
La cosa empezó el día anterior. Andaba de parranda y más lleno de bosta que trasero de perro cansino.
Andaba en crisis y su único consuelo estaba en revolcarse en cuanto sorete apereciese. No le importaba pagar lo que sea por la embarrada, si lo único que quería era morirse deprimido.
No importaba el tiempo que había pasado, el recuerdo de su mosquita aparecía de pronto en su sesera y ya no podía evitar caer en desasosiego. Su muerte había sido terrible, inolvidable, más para él que desde lejos vio aquel suceso irremediable.
Debían juntarse a las 15 del 15 de enero cerca de Puerto Madero. Estaban enfrentados, sólo una calle los separaba. Pero Margarita (nombre de la mosquita) se observó en la ventana de un local y lo que vio mucho no le gustó. Estaba pálida y ya estaban en pleno verano. Esperándola en la esquina estaba su robusto moscardón que la saludaba desde lejos y mirándola zumbón. Pensó, la muy coqueta, que un poco de rubor le sentaría mucho mejor. Estampose en el brazo de un paseante y comenzó a succionarle un poco de sangre. Era sólo un poco pues no la movía el hambre sino las ganas de mejorar un poco el color de su semblante.
Rolón (nuestro moscardón) vio, mientras sobrevolaba el asfalto de la calle, como el paseante estampaba contra si a Margarita y como esta reventaba en mil mitades.
Lo que más pena la causo a Rolón fue saber que ella no murió por amor sino por su impulso glotón. ¿Cómo iba a saber lo que en verdad sucedió si solo había visto como su mosquita dudaba en la esquina? De un lado él la llamaba de un modo cariñoso pero ella, en un ataque glotón, no fue hacia él sino que se abalanzó hacia la tierna carne de un muchacho gordo y poco agradable. ¿Acaso no era obvio? Fue su hambre lo que la perdió. Desde entonces, Rolón comía muy poco y bebía en demasía. No le interesaba atender los llamados de sus viejos clientes ni mucho menos salir a obtener nuevos. Andaba gastando dinero en soretes que no comía. Se acostaba sobre ellos, se frotaba y se iba.
Así fue como estaba ese día y en esa condiciones fue que vio en la plaza Tribunales a la hermosa Priscila. Por díos, pensó Rolón, qué pedazo de insecto. Las ochos patas carnosas y largas. El culo redondo y salido. Cabeza pequeña y boca hundida. Una araña de esas que te envenenan con su mera presencia. Pero Rolón no andaba en esas. ¿Qué podía hacer con semejante figura si su cuerpo apenas movía?
Pasó junto a ella con la soltura de saberse poco distinguido. Sentíase fantasma o nada.
Más algo en él hizo que Priscila girara su femenina cara y murmurara: “Caballero, le molestaría cumplirme un deseo”
Rolón frenose de golpe. “Hoy no estoy para repartir besos”, dijo mientras prendía su cigarro y se acomodaba el pelo.
Priscila río. “Debería estar loca para besarlo. Tiene olor a establo y despide por la boca aliento a kerosén quemado”
“Entonces tendrá usted que internarse pronto pues su mirada me reclama lo que su boca desprecia”
Priscila retirole el cigarro de la boca y sin dejar de mirarlo encendió con él uno, finito y largo, que hacía girar entre sus dos labios.
“Prefiero, si me deja, expresar el deseo con el que me gustaría importunarlo”
Rolón apagó el cigarro con la punta de su zapato. Con un gesto de su mano invitó a la dama a que hablará. No sabía, no podía saber, que la aparición de esa araña significaría un gran caos.

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