martes, 14 de abril de 2009

El alma de los hechos

No todo es Zacarías en mi vida. Mientras pongo puntos finales a la novela "Como las pequeñas olas del puerto que se repiten sin repetirse", comienzo la escritura de un nuevo libro que se llamará "El alma de los hechos", o quizás "Olivos", o tal vez simplemente, "Al son de la negra María". Pero no nos engañemos, probablemente ninguno de estos será su título final. Por lo pronto les dejo la primera parte para ver que les parece.


Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir siempre la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene
J. C. Onetti, El pozo.

Mientras esperábamos en el auto no podía dejar de mirar hacia atrás una y otra vez. Habían cerrado las ventanas y el humo se movía por el interior del auto con la calma de un caracol. Hablaban y hablaban y no podía seguirlos. Estaba atento a los autos que pasaban cerca, a las personas que andaban por la vereda y a las casas. Estaba atento a todo lo que pasaba afuera del auto. Hablaban y hablaban. Intenté un par de veces entrar en la conversación pero el humo blanco ya me había pegado para la paranoia y no podía dejar de prestar atención a lo que pasaba afuera. Soy propenso a la paranoia. Algo en mi debe estar en estado latente y se despierta con las drogas. Y yo sé, sé de dónde me viene la paranoia pero tanto tiempo pasó desde aquellos años que todavía me sorprendo cuando me viene de nuevo.
E incluso la paranoia seguiría viniendo, vendría, por ejemplo, un mes más tarde en un bar de Madrid. Vendría después de una tarde entera de canutos y de whisky, vendría con toda su furia y su estructura cinematográfica. Vendría a demostrarme hasta que punto me costaría desterrarla de mi carácter. Pero las cosas ocurren. Iremos a un recital de una amiga de Fatiga. Fatiga me hospedará en su casa y me paseara por la ciudad. Me mostrará los barrios, me mostrará sus amigas, los museos, las librerías y los bares. Sobre todo los bares. Y estaremos en un bar, meta seguir tomando y fumando y la cosa ocurrirá. La cuñada de Fatiga alargará el canuto hacia mis ojos que ya no verán, al menos no la realidad. Me negaré, ya estaré doblado, cuadrado y arruinado y, sobre todo, descubriré a los tres pelados mirándome con intención. Al principio, me desentenderé fácil de su mirada, pero seguiré sintiendo su acoso. Sus gestos violentos al hablarse. Los abrazos efusivos. Su sed de sangre. Primero ensayaré un cambio de lugar para demostrarme que yo no soy su centro de atención. Caminaré para el otro lado del bar pero seguirán mirando. A los tres pibes se sumaran una mujer pelada y un pendejo de pelo largo. Hablaran en secreto pero cada vez más eufóricos y seguirán sin quitarme los ojos de encima. La ecuación será fácil. Un argentino, sudaca de mierda, fumando porros y rodeado de cuatro minas: o es un maricón adicto o un cancherito de cuarta y, cualquiera fuera la verdad, mereceré una lección. Como todos los malditos inmigrantes de mierda. Y entonces ya no habrá nada. Estaré como en el viejo oeste, sólo para salvarme el pellejo. Me olvidaré del bar, me olvidaré de Fatiga y sus amigas. Seré un puto conejito en el medio del desierto. Tendré que ocultarme, correr, salir del punto de caza. Y los pelados se abrazaran histéricos. Se harán gestos violentos que los otros festejarán. Uno volverá del baño. Tendrá puesta una campera inflable, esas que son como chalecos. Formarán un círculo, una ronda. Parecerán jugar. Entre sus manos veré unas cartas de pokér. Será mi final. El afortunado que sacará el As me pegará un tiro. Así, a mansalva, en el medio del bar, bajo el sonido insoportable de un Manu Chao cantándole a la esperanza a todo volumen. Y querré, necesitaré llegar a esa estación, a esa próxima estación llamada esperanza. Aprovecharé uno de esos abrazos de la ronda de locos. Y medio agachado, medio desesperado cruzaré la pista rumbo a una esquina oscura del bar. Me pondré atrás de una columna. No habrá música, solo el ritmo descontrolado de mi corazón y la certeza de dos cosas: o no me encontrarán más o les daré el lugar justo para golpearme hasta cansarse sin que nadie pudiera notarlo. Cada tanto asomaré la cabeza por la columna. Estarán de espaldas a mí. No me verán. El barman me mirará de cuando en cuando, medio intrigado por mi postura de fugitivo pero yo le devolveré miradas de pánico, y le haré muecas de no mirés más a lo que obedecerá más por evitar un posible dialogo con semejante estúpido que por ayudarme a disimular mi huida. Cuarenta minutos después, o un ahora, o sólo diez minutos, quién mierda puede medir el tiempo cuando el corazón salta como un jodido sapo, me asomaré y no los veré. El bar irá quedando vació. Caminaré hacia Fatiga y sus amigas, un poco heroico, acaso saber escapar a tiempo es mucho más arriesgado que dar un buen combate. Estarán un poco preocupadas por mi ausencia, querrán saber si fue por una mujer, sobre todo Fatiga que tendrá preparado un guiso de conejos para mi entre sus sábanas, o qué carajo me hizo desaparecer así, de pronto. No diré nada pero todos coincidiremos en volver. Ganaremos la puerta al tiempo que veré a la pelada y al pendejo reírse a mis espaldas y entrar al baño. Lo sabré inmediatamente. Un celular bien marcado y un tiro en una esquina angosta con manchas de sangre sobre las piedras. Una muerte melancólica y bella. Saldré del bar agachado para sorpresa de Fatiga y de sus amigas. Esperaré el tiro. Esperaré la muerte y un cuerpo molesto en la calle que tendrá que transportar a Argentina una mujer que apenas me conocerá y que soñaba otro tipo de acción. Imaginaré los reclamos de una madre desesperada que creo, también, apenas conocí. Siempre y claro, ambas mujeres, desconocidas entre si encuentren la manera de comunicar la noticia de mi muerte. Pero el tiro no llegará. Esas cosas también pasan. Querré volver en taxi a pesar de que será una noche linda para caminar y que estaremos cerca de la casa. Insitiré e invitaré el viaje. Apenas cerremos la puerta del auto, soltaré la carcajada. Zafamos, chicas, diré, los cagamos a esos pelados. Y largaré toda la historia. Sólo habrá risas y algunos aportes lógicos sobre el asunto. Los pelados serán dealers conocidos del bar que iban al baño a tomar merca y la carta será para cortar las líneas. De hecho, habrán pedido a las chicas la bolsita de la caja de cigarrillos. Un extraño pedido o al menos un extraño envoltorio para la merca. Me quedaré callado un rato hasta que me rendiré a las cargadas y a mi estupidez. En el fondo, en el fondo sabré lo que pasó pero me lo guardaré, no insistiré ni aún cuando Fatiga, a la mañana, trace rutas en mi espalda con su dedos índice y los dos, desnudos, escuchemos el concierto de las gotas en los techos de zinc y entre tragos de agua purificadora me pida una y otra vez que le cuente de los pelados de nuevo. Santa Fatiga, cuantas caricias sanas a un pobre loco. Porque yo sabré, yo sabré que esa noche vi la muerte y le escapé. No importa si fue la paranoia o la verdad. Mi corazón retumbará esa noche y yo escucharé la muerte caminándome por el cuello.
Pero las cosas ocurren. Las cosas ocurren sin que uno las pueda medir. No había pensado estar adentro del auto, ni había pensado mirar la diminuta galaxia que imitaba el humo bailando en el interior del auto y mucho menos había pensado en compartir esa tarde con Chirolita, es más, hace tiempo que pensaba que nunca más compartiría algo con Chirolita. Encerrado en el auto, atrás, entre místico y paranoico, entre boludo y simplón, tampoco imaginé que el humo blanco que bailaba entre nosotros traería al fantasma del Pollo, ni que esa tarde Germán, al que nunca había visto en mi vida, me contaría la verdadera versión de aquel accidente que había partido mi infancia en dos. Pero un poco miento, mi infancia ya estaba partida de antes. Nací partido por geminiano. Estoy partido en dos y voy saltando de vereda en vereda.
Me levanté temprano para hacer dos trámites y buscar la mochila que le había prestado a Fisura. Otra vez me escapaba unos meses a recorrer algún remoto punto del mundo y quería recobrar mi mochila. Voy por la vereda cuando frena una camioneta a un costado y detrás del vidrio del conductor asoma Chirolita sonriente. El pelo largo, barba y chiva. ¿Adónde vamos?, me pregunta. Me subo al auto sabiendo que el tiempo va a cambiar, que otra vez, como tantas, entro a al ritmo de Chirolita y que a partir de entonces cualquier cosa podría pasar. Buscamos la mochila. Frenamos en un Disco. Chirola compra comida para el perro, unos tomates, tres leches que pasearemos toda la tarde y algunas cosas más. Saluda a tres personas y yo atrás, callado, saludando a mi vez como tantas veces lo hice antes, como un extraña sombra, el doble de alta que él, callada y un poco tímida.
Chirola tiene amigos en todas partes. No sé cuando los hizo porque lo conozco desde muy chico y siempre tuvo amigos en todas partes. De chico pensaba que chirolita y sus conocidos se conocían de otras vidas y se saludaban de reencarnación en reencarnación multiplicándose en cada nueva vida. Mis trece años los viví pegado a Chirolita, los catorce y los quince también, y los amigos que saludaba eran siempre distintos y nunca sabía en que condenado momento los había conocido sin que yo me diera cuenta, si era su sombra, si estábamos todo el tiempo juntos, si…
Podías estar todo un día con él y sentir que habías estado solo todo el puto día, mirando vidrieras, saludando personas, fumando alguna que otra hierba, yendo de acá para allá o escuchando música en su balcón. Pero siempre parecías estar solo. Era un poder que tuvo y tendrá. No hablaba mucho conmigo sólo me llevaba de acá para allá. Y en eso fue igual ese día. Me ví en una casa grande, tomando una cerveza al borde de una pileta, oliendo un asado al mediodía, hablando con el hermano que era como Chirolita, bah, que Chirolita había sabido imitar tan bien; saludando a otros flacos que fumaban hierba al borde de la pileta mientras sus hijos nadaban con alitas en los brazos, o jugaban con el perro color crema que iba de un lado al otro con una rama en la boca y el sol se multiplicaba en la superficie de la pileta y las ramas de los árboles tenían miles de años de sombra y tierra. El hermano como siempre me dio un abrazo grande, reconociendo el tiempo que me conocía, si me habrá visto flaco y petiso, puro hueso y zapatillas grandes corriendo por las escaleras del edificio con Chirolita que me disparaba con el dedo y me gritaba alguna pelotudez, si nos habrá robado golosinas del escondite, golosinas que comprábamos con la guita que Ranita le afanaba a sus viejos y que estoico frente a los sopapos del viejo negaba una y otra vez. Pero ya hablaré de Rana, porque también viene a cuento.
Pero el hermano de Chirolita habla menos que chirolita y va y viene y saluda y se sienta y se mete a la pileta y entra a la casa y trae una botella que apoya, que toma, que apoya; y se levanta y se queda tres horas arreglando una rueda del skate mientras todos los que están en la pileta están con él, es decir, fueron invitados por él a estar a su alrededor dando vueltas como planetas, como satélites, como figurantes de una obra de teatro.
Siempre que los veo pienso en el Pollo y los veo a ellos como sus herederos. Ellos son y serán una imagen del Pollo pero me vuelvo a adelantar. Porque todo esto es una oda. Una oda al Pollo.

2 comentarios:

oenlao dijo...

muy bueno atrapante. simple no se puede dejar de leer deje en la mitad por que no tengo tiempo y me hincha leer en pantalla.
quiero hacer un fanzine.

oenlao dijo...

volvere. volvere?