martes, 24 de noviembre de 2009

una mirada

Está sentada en la silla del living. Tiene las tetas al aire y su cuerpo la frescura del campo a la hora de la siesta. Su sonrisa es íntima como la luz de la mesa de noche, un poco velada, como tapada con una musculosa roja que el azar depósito apurado sobre la bombita.
El cenicero está limpio. La superficie de la bañadera también y sobre el borde, dos frascos de sales azules que esperan el momento de ser abiertos para entrar en contacto con el agua caliente.
La cocina tiene el aroma de sus remeras. El mismo aroma del cuarto y de los demás lugares de la casa.
El mate está cerca de la hornalla. La yerba es vieja. Está mojada y fría. Un microcampo de rocío. Un pequeño pantano verde.
Dos cucarachas pasean su inmortalidad cerca de la bolsa de basura que cuelga de la manija de la puerta de entrada de la cocina.
El gato duerme sobre el lavarropas. Hace unos días que anda más vago que nunca, ya casi ni enciende el ronroneo cariñoso.
La pantalla de la computadora tiene una capa de tierra encima. No es mucha, la verdad. Pero suficiente tierra para pasar el índice por encima y dejar un nombre apenas visible. Hay tierra debajo de la mesa de la tele. Pero esa está desde siempre, o desde antes que es lo mismo. Esos lugares nadie los limpia.
En los cajones de la mesa de noche, hay fotos, pasajes de avión, remedios vencidos y un termómetro que no anda.
Ella mira por la ventana. Al igual que todas las cosas de la casa, espera o cree esperar. Él no está. En verdad, él nunca ha estado; y por eso, ella y todas las demás cosas de la casa, incluida la casa, no están ni nunca han estado.