viernes, 4 de diciembre de 2009

El imperio del humo

Zacarías nos plantó. Por alguna extraña razón, Leo (que vive en la Europas, vio?) no mandó la tira terminada. Supongo que esto de acomodarse en patria ajena no es fácil. Y supongo, también, que tendremos ración doble el viernes próximo. Sepan comprender y disculpar.
Como saben, la novela Como las pequeñas olas del puerto está terminada. Para llenar el hueco de Zacarías les dejo el comienzo de la novela en la que estoy trabajando ahora se llama El imperio del humo y por ahora dice algo así:
El aire es de humo. Tiene olor a tabaco y a manzana.
Pero no son nerviosos. Fuman sentados. Fuman disfrutando. El humo se mueve como el tiempo. Es blando como los relojes de Dalí. No importa para dónde mires, verás las caras sonrientes, los dientes amarronados y el cigarrillo en la mano. Todos saludan. Todos están dispuestos a compartirte un té. E, indefectiblemente, todos fuman.
El aire es de humo. Es blanco y lento. Pero la calle no. La calle y las veredas son como líneas de producción enloquecidas. Cruzar una calle puede llevar diez minutos o puede ser un instante si lográs dejar la mente y el miedo a un lado y cruzar sin pensar. La ciudad tiene su música. Estridente. Construida por el placer colectivo por las bocinas. A cada rato hay un choque e insultos.
En las veredas, caminamos en extrañas e interminables filas. Las veredas ocupadas por puestos improvisados. La ciudad huele a basura y a especies. Es un olor encantador y asfixiante.
Todos dan la bienvenida. Todos saludan. Todos preguntan de dónde sos, qué hacés, cómo lo haces. Son como niños. Tienen la curiosidad de los niños. Pero también su justicia, su temor y su crueldad.
Hay días en que me la paso tomando tés con desconocidos y fumando en la yiya. Salto de un salón a otro y trato de recordar como era todo antes, en mi infancia. Supongo que las cosas eran parecidas al Norte. No lo sé.
Cuando paso por un callejón y encuentro los cadáveres de las computadoras recuerdo la pasión de mis padres por esos artefactos y me entristezco por la brevedad de su sueño tecnológico. La energía eléctrica es un sueño antiguo, un lujo que las ciudades se permiten a las horas pico.
Hay tardes que hablo con extraños durante todo el día. Tenemos diálogos insólitos. Una vez un hombre me preguntó porque tenía ese dolor en los ojos. Respondí la verdad. Una traición. Una traición que además no merecía. Siempre fui justo o intenté serlo. El hombre largó humo por la nariz. “No seas soberbio”, respondió. “Los actos de uno sólo responden a uno. No esperes que actúen sobre los demás. Y si esa bondad no te alcanza, es que tienes una mancha negra en el alma y usas tus actos como una moneda para comprar una posición en el mundo. Los actos tuyos son tuyos y sólo a ti te representan. Son tu espejo y tu manera de crear el universo”.
Hay tardes en que me alegro de haberme venido al sur. Nada mejor para mantenerse oculto que el caos de estas avenidas, de las ferias, de los velos. Pero hay tardes en que esa misma multitud despierta mi miedo e intuyo espías detrás de cada persona. Siento que no hay manera de huir, que a dónde vaya encontraré a uno esperándome. Me falta el aire y carezco de fuerzas para abandonar el salón. Fumo durante horas y sólo parto cuando me echan. Camino a casa esperando la navaja en la espalda y el ruido de los zapatos que huirán por la calle mientras la vista se me nubla y la ciudad se pierde en el humo.
Cuando los veo sentados en las mesas frente al televisor, mirando partidos de fútbol, no me extraña que esta zona se haya vuelto tan importante como su verdadera capital. Acá están los mejores jugadores de mundo. Lo hombres cuando estamos entre hombres somos niños, eternos niños que repetimos los mismos chistes, las mismas gracias de nuestra infancia. Entre ellos me siento cómodo. Puro. Irracional. Espontáneo. Olvido mi miedo y mi culpa. Eso me queda para mi soledad, para mi soledad que es adulta.
Los fines de semana me subo a la felucca y me pierdo por el delta. No hacemos más que navegarlo. Dormimos sobre la cubierta al amparo del cielo. El capitán Ata cocina las cosas que llevamos en una pequeña garrafa. La comida es escasa pero sabrosa. En verdad, nos alimentamos de la quietud, del silencio, del viento calmo que empuja la vela, del tranquilo zigzag de la embarcación de una punta a la otra. Ata sueña con otro río. Ata sueña siempre con el verdadero río. Ese río estrecho y largo dónde sus abuelos paseaban embarcaciones parecidas a esta, entre pájaros exóticos y bueyes que se arrastraban por el agua como troncos secos por el sol y el trabajo de los días. Acá sólo vemos pasar los mosquitos. Ni siquiera los vemos. Los oímos cuando se atreven a zumbarnos los oídos. Ata también me preguntó sobre el dolor de mi mirada. También dije la verdad. Una traición que no merecía. Y el me contó otra. Otra traición. Una que confirmaba lo que yo creía de él, que detrás de sus ojos, como un cachorro mojado por la lluvia, asomaba la nostalgia de aquel río largo y estrecho de su verdadera patria. Todos tenemos pintado un recuerdo –una mancha- doloroso en los ojos. Ata fumaba un cigarrillo de marihuana. En las esferas que iban saliendo de su boca, los mosquitos jugaban a cruzar por su centro, hilvanando los pedazos dispersos de humo con la misma calma y precisión con la que Ata iba hilvanando la historia de Burton y Speke.

1 comentario:

Valeria dijo...

Pasé a ver qué pasaba entre Zacarías y Alicia y me encontré con esto. Muy, pero muy interesante! Espero leer más de esta historia.
Nos vemos, beso