martes, 23 de marzo de 2010

El último hombre sobre la tierra

La culpa es siempre compartida. Eso dicen. Siempre son varios los cómplices en cualquier asunto. Ella prefiere echarme la culpa a mí y yo dejo que ella lo haga. Me volví un solitario en la culpa.
La casa es un lío. Libros en los placares, ropa en el living, la pelela del gato que se llena sin que nadie se percate.
Las estufas no andan hace rato y hemos aprendido a bañarnos con agua fría. En dos minutos ya estamos listos. Bah, el que aprendió fui yo. Ella ya no necesita esos sacrificios.
La culpa es un monstruo peludo que fuma pipa en el sillón que está debajo de la ventana. Duermo haciéndole cucharita. El cuarto y la cama matrimonial son territorios abandonados. Hay un muro en la puerta. Está construido con jirones de recuerdos. En la entrada hay un fantasma que me mira con seriedad. Como no quiero responder sus preguntas me mantengo lejos. Sólo una vez pasé al lado suyo, evitándolo. Ni bien cruce la puerta me aturdieron las discusiones que quedaron encerradas en esa habitación. Palabras tras palabras girando en una cinta de moebius. El problema es que están mezcladas y los gritos se confunden con palabras de cariño, los jadeos con los llantos. Prefiero acariciarle los pelos al monstruo y toser su humo negro.
El cuartito del fondo directamente pertenece a otra era. Para mi se ha separado de la casa y navega en otra galaxia. No recuerdo el color de la madera. Recuerdo otras cosas. Esa es mi desgracia y el alimento del peludo que me mira desde el sillón.
Salgo poco. Aunque siempre siento que estoy afuera de todo. Uno se acostumbra a la gente como a su falta. Uno se acostumbra a casi todo.
Antes hablaba con otros de este asunto. Pero me cansé del sentido común y de la inteligencia de los otros. Siempre tan prácticos y engreídos con la vida ajena, tan míseros y cobardes con la propia.
“El problema es que querés ver el problema”. Eso me dijeron mil veces. Mierda. Vi a mis amigos enloquecidos más de una vez, perdidos, dándosela contra una pared con la sonrisa en la boca. Creo que nadie está autorizado a hablarme de esto. Mucho menos el vecino de la derecha que me deja esas cartas tan prolijas debajo de la puerta. Que mi jardín parece una jungla, que el mal olor invade su cocina. Qué sabrá ese de mugre.
Y el doctor con sus recetas de agenda mensual. “No hay culpa, hay responsabilidad y en este asunto la responsabilidad no es de ustedes”. Yo no necesito doctores que a su vez necesitan de otros doctores.
Hay quien se aferra a Dios como a una botella y están los que se aferran a ambas. No necesito algo tan grande, ni tan chico. Me alcanza con la espalda peluda y el humo negro de su pipa.
A veces ella llama y corta. A veces no corta y hablamos primero con timidez, después con algo parecido al cariño hasta que el dolor nos vuelve crueles e indiferentes. Sobre todo egoístas. Eso somos. Egoístas. Queremos el monopolio del llanto. Queremos ser los primeros en todo, hasta en los sentimientos más bajos.
Alguna vez vino y se quedó a dormir en la cama de dos plazas. Ella no ve el fantasma ni escucha las voces. Durmió sola, abrazada a algún recuerdo, a alguna duda. Soy fiel a mi monstruo peludo y sólo duerme con él.
A veces siento que es verdad que la culpa es solo mía, a veces que es de los dos, a veces que es de ella sola. Muy pocas pienso que la culpa es de él, que ya era grande, que ya debía saber. Pero me freno en seguida. No puedo verlo responsable de nada. Sólo puedo verlo desnudo en el arenero en una foto sepia y con un gorro blanco de marinero. Me dicen que me niego a actualizarlo, que él ya era grande, que él ya sabía lo que hacía, que era él quien no medía las consecuencias y no yo. Pero entonces he fallado. Supongo que todos los padres fallan en algo. La mía, sin embargo, me parece una falla atroz.
No creo que vuelva a salir. Me gusta la compañía del peludo con pipa. Me gusta el sector de la casa que me ha quedado para mí. Me gusta estar acostado sin pensar en nadie, viendo como el sonido del teléfono se va quedando afónico de tanta insistencia sin respuesta, como las cartas del viejo se van acumulando y tornándose del color del té.
Me gusta la noche y el cielo que se vuelve opaco con el humo del monstruo que fuma a mi lado, que me mira firme y pocas veces se permite una sonrisa que se parece mucho más a la ironía que a cualquier otra cosa.
Hace tiempo que me siento así. Soy el último hombre sobre la tierra y vivo entre sus escombros. Día a día, las cosas se van desintegrando y yo espero; espero sobre la chatarra que aparezca por la ventana, desnudo, con su gorro blanco y me llevé lejos de esta miseria.
Soy el último hombre sobre la tierra esperando po su salvador.

3 comentarios:

Alberto Abeliza dijo...

Muy bueno Alejandro, confieso sinceramente que hacia tiempo que no leia cosas tuyas ...me encanto este texto!!!

paula varela dijo...

Hola Ale,
hacía rato que no venía por acá.
Y me encuentro con este texto, muy de tu estilo simple y profundo que siempre me identifica, aunque también muy angustiante, asfixiante, oscuro...
La culpa da vueltas, con su pipa humeante, pero no creo que sea bueno acostumbrarse a ella.

te dejo un abrazo.
Paula

sapi dijo...

mucho tiempo sin visitar estas tierras...
pero siempre encontrándote dándole infatigable... mis respetos al escritor incansable, al escritor sin remedio.
excelente este texto, aplasta y desborda a la vez...