jueves, 24 de junio de 2010

Fábula

Uno, dos, tres, cuatro. Las burbujas suben y explotan. Rebotan. Bim bom. Rebotan de izquierda a derecha. Bim bom. De arriba hacia abajo. Uno, dos, tres, cuatro. Y los ojos del periodista están rojos como sus cachetes, como su frente, como su pelo del que sólo quedan algunos puñados cortos que resisten la inclemencia del tiempo, la fatiga de los materiales y la fuerza de la gravedad. Rojas son sus palabras que saltan de sus labios morados junto con algunas gotas de saliva furiosa.
“Si yo estuviera entre ellos”, piensa, pero sólo dice, a dos o tres oyentes casuales, que su padre le decía que era un tarado. TARADO. Y agrega con un tono melancólico: “bah, me lo decía seguido”. Los oyentes se observan nerviosos entre sí pero la mirada rabiosa del periodista está clavada en ellos, en sus caras de falso interés y disimulan la sorpresa, el aburrimiento, la sensación de locura que emana de su aura y los envuelve en una capsula incómoda, un mundo al que el periodista los arrastra y que ellos no quieren entrar.
Cuando el periodista reconoce a alguno de los escritores del main corta el relato y se acerca respetuoso hacia él. Se presenta con demasiada cortesía. Demasiada. Hace dos o tres preguntas obvias a las que rellena con frases de autocomplacencia del estilo de “soy el periodista, bah, el molesto de la noche” o “seguramente esta pregunta es estúpida pero no puedo dejar de hacerla” y dos minutos después se aleja avergonzado hacia un nuevo círculo de oyentes causales a los que empieza a gritarles su perorata.
Piensa que habla, pero no hace otra cosa que gritar y sacudir las manos con violencia. La copa parece una extensión de su mano, como una memoria adicional que está conectada por cables imperceptibles a su cerebro y que le hace recordar cosas tormentosas. TARADO. TARADO. Uno, dos, tres y cuatro. TARADO y las explosiones van dejando sus esquirlas en su mirada cada vez más quebrada. Pero el periodista no sólo es experto en la autocomplacencia sino que maneja a la perfección la miseria norteamericana. Eso lo saben sus oyentes casuales condenados a escuchar cómo maldice la cultura de los remedios, la obesidad y los casos extremos de psicosis. Eso sobre todo. Repite esa palabra cada cinco minutos durante su relato; relato, por otra parte, imposible de seguir dada la euforia con que es pronunciado, la mezcla de recuerdos de infancia (TARADO) con decadencia norteamericana (PSICOSIS) en una serie infinita, varible e irregular y las interrupciones que comete el mismo periodista cuando saluda a algún escritor famoso para continuarlo, dos minutos más tarde, con un oyente desprevenido porque los anteriores se han ocultado por los lugares más oscuros del recinto.
Uno, dos, tres, cuatro. La gotas que explotan como las palabras TARADO y PSICOSIS en el fondo opaco de su cráneo rojo. “En breve”, piensa, “en breve leerán el veredicto y me reiré, me reiré con ganas”.
Los escritores que componen el jurado están a un costado del centro cultural. Hablan con escritores jóvenes. Ríen. Hacen chistes. El periodista los odia y los ama. Los mira de lejos con admiración y envidia. Se sabe semejante a ellos y a la vez completamente inferior. Bah, él sabe que es igual a ellos, incluso que es superior a ellos pero le hace mal que ellos aún no lo sepan. Pero cuando lean el veredicto, cuando digan lo sorprendente que fue descubrir su novela entre el montón de papeles sin sentido que tuvieron que leer, será él, el TARADO, el PSICÓTICO, quién se parará en un costado del centro cultural y los mirará con misericordia, les perdonará la indiferencia anterior porque, al fin y al cabo, el camino de los diferentes está signado por un pequeño período de dolor y soledad. Los perdonará y hasta les contará sus secretos de la creación. No sólo los perdonará, será de una magnificencia apabullante. Total, su superioridad está en su sensibilidad especial, no en sus trucos. “Y esa sensibilidad, queridos colegas, esa sensibilidad no puedo enseñárselas. Se tiene al nacer o nunca se tiene”.
Uno, dos, tres, cuatro. Las gotas del sudor en la frente, las gotas de la espuma que explotan en la cabeza. Las gotas de su saliva que saltan de sus labios apasionados, porque el periodista sigue gritando a pesar de que ya no tiene audiencia. Pepita Flores, la pequeña y regordeta Pepita Flores, está frente al micrófono y va a leer la decisión que ha tomado junto con el resto del jurado.
Pepita tiene la voz rasposa y afónica. Es una mujer mayor que habla con la misma pausa con la que escribe. “Hemos recibido más de doscientas novelas. La gran mayoría malas. Pero hemos encontrado dos, dos novelas que justifican todo el esfuerzo. Dos novelas vigorosas y potentes, renovadoras y sumamente originales, dos novelas que abren un panorama nuevo en la literatura. Por lo tanto, hemos decidido premiarlos a los dos.”
Uno, dos, tres. Las gotas del sudor hierven en la frente amplia del periodista. No le gusta eso. Que haya dos. Que haya un semejante. Que haya alguien con su misma potencia literaria, con su misma especial sensibilidad. Pero, bueno, el público notará las distancias de ambas obras. La importancia de una sobre la otra.
Ni bien Pepita Flores comienza a decir los seudónimos de los autores y las obras premiadas, el periodista ya está sonriendo debajo del escenario improvisado por unas tarimas de madera. Se frena frente a Pepita. Algo no está bien. No lo mira a él sino que mira un poco más atrás, a dos pibes que sonríen en el fondo. Son eso, dos pibitos, que ahora pasan junto a él y se trepan ansiosos a la tarima. ¿Y él? El periodista ha quedado en el medio de la escena, entre el escenario y el resto del público. Está rojo como su pelo. TARADO y PSICÓTICO. Repite en la caverna de su cerebro una voz que imita la burla del padre y la locura norteamericana. Las bases secretas y pegajosas de su maldita e ignorada sensibilidad.
Tiene que hacer algo. Justificar esos pasos que lo separan del resto de la manada pero también de los pocos y selectos pastores. Toma la cámara de fotos. Quizás sea eso, tan sólo un intermediario entre unos y otros. Una especie de sacerdote, de traductor. Pero algo en su interior está roto hace tiempo y ahora irremediablemente escucha el crack final. Salta sobre el escenario y golpea la cabeza de Pepita Flores mientras repite una y otra vez. TRAIDORES. Uno, dos tres. Gotas de sangre, de sudor. Uno, dos, tres. Golpes sobre Pepita. Hasta que saltan otros hombres sobre él y lo frenan.
Después es la policía. Después es la cárcel y su nombre en los diarios. Después vienen los años de hambre, sombras, privaciones y la lenta muerte.
Alguien leerá su novela muchos años después de su muerte por insistencia de una sobrina soñadora que creció con el cuento del tío, de su miseria, de su inexplicable crimen. Ese alguien después de enterarse de los hechos reales que acompañan la novela, la edita con un slogan y una campaña de prensa. La novela se vende bien y cambiará durante un tiempo la literatura de los jóvenes escritores de los próximos años, con su cóctel sensible, con su furia TARADA y PSICÓTICA. Después editarán su diario de cárcel, poético, profético, ácido. Guardado con recelo por un compañero de pena. Después será su olvido. Después será la nada.
Y con el tiempo, otro libro que alguien venderá con sangre sobre la frente de un pueblo joven que siempre recuerda mal y de forma intermitente.