viernes, 5 de julio de 2013

Un bocado

Tengo una biblioteca de proporciones considerables. Es lógico. Soy parte de una generación que creció coleccionando latitas, cajas de cigarrillos, figuritas, monedas, billetes antiguos, estampillas y muñequitos de los chocolates Jack. 
En mi biblioteca hay muchos libros. Están ordenados por género, país y autor.
Incluso, hay libros que no leí nunca, pero si no los tuviera los volvería a comprar. Algunos, los leí muchas veces, otros no me gustaron y los guardé igual. Hay libros usados, libros de lujo, primeras ediciones, colecciones incompletas, historietas, biografías, libros de arte y hasta de cocina.
Todavía recuerdo cuando sólo tenía unos doce apilados en mi mesa de luz. Cada nuevo libro que compraba o me regalaban, iba a parar sobre la fila, encima de los otros y yo pensaba: “qué bueno, otro más… si alguna vez tengo un hijo le voy a dejar una herencia de cientos de libros”, como si estuviera construyéndole un laberinto lleno de cuartos que esconden magia y tesoros.
Ayer dormía sobre el sillón, frente a los cientos de libros que, finalmente, almacené. Salvador aparece con sus dos años y su pantalón abultado por el pañal. Se me para adelante y dice: “Papá… pompu”.
Entiendo la complejidad de mis abuelos frente al mundo. Dicen que las vivencias de la infancia marcan nuestra personalidad, pero (oh, tragedia) llegamos a los treinta dispuestos a cumplir los sueños que nos creamos de chicos y ya casi nada de esas cosas que nos marcaron están o tienen el mismo valor.
Dejo que la mano de salvador apriete mi dedo índice y caminamos juntos. Prendo la pompu, mientras miro la biblioteca de reojo.
Si le toca vivir el fin del mundo, al menos, tendrá suficiente papel para mantenerse caliente. Me alegro. Me gusta esa idea de poder darle calor, siempre, aunque yo ya no este.

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