El Lechuza dormía en su cama de una plaza con un oso de peluche de cada lado. Nunca se acostaba sin haber tomado por lo menos tres cajas de tinto con soda. Piti metía una rama por la ventana y le pinchaba la nariz. Lechuza, entonces, le gritaba a un oso: “conchitumadre, dejame dormir o te cago a palos”. Al rato, Piti metía la rama de nuevo y la cosa seguía hasta que Lechuza terminaba revoleando los osos a la mierda.
Otras veces, Piti veía a Lechuza darle de comer al ganso en el jardín y volver al rato preocupado por que el ave no comía. Se quedaba un rato largo hablándole con entusiasmo mientras le acariciaba la cabeza de cerámica a esa estatua que adornaba el fondo.
Eran vecinos. Habitaban dos casas pequeñas y frágiles. Se llamaban a toda hora y por cualquier cosa. Piti bebía con él pero siempre un poco menos.
Lechuza tenía casi setenta años. Le gustaba poner música fuerte y bailar con Piti en la terraza. En las casa de enfrente cerraban las persianas. Los de la esquina les tenían una bronca franca que ambos disfrutaban y buscaban aumentar con cada día.
Cuando Piti tenía visitantes nuevos, Lechuza golpeaba las paredes y puteaba y amenazaba con matarlo. Piti también puteaba. Al rato, estaban los dos simulando una pelea en el piso ante el estupor del visitante. Por lo general, la cosa terminaba con Lechuza apuntándole con una pistola de agua y Piti estallando de risa. La cosa terminaba con música y vino y una serie imparable de anécdotas.
Lechuza tenía un par de hijos que ya no veía y de los cuales no hablaba. Parecía que en su vida una parte había quedado perdida en la memoria de otro.
Piti tenía que dormir porque al otro día tenía que trabajar. Pero nunca tenía un no para ese vecino que lo quería como un padre, bah, como dicen que quieren los padres porque Piti no había conocido ese cariño. De su padre no tenía ningún recuerdo, solo un portazo hace muchos años y un silencio que se repetía en el eco de los días.
Algunas noches Lechuza le golpeaba la pared y lo despertaba. “Deja dormir, jodido de mierda” “Tengo unas bananas que tenés que probar” “Deja dormir” y los golpes seguían hasta que Piti saltaba el cerco en calzones comía una banana y volvía a su cama. Al rato los golpes retornaban. “Proba una naranja” y se renovaban las puteadas y el si y el no y de vuelta el salto del cerco y la fruta y el intento de dormir.
Algunas veces discutían de verdad y no se hablaban por unos días. Pero eran pocas las veces que esto ocurría porque con la excusa del vino ya estaban bailando de nuevo en la terraza para espanto de los vecinos y para la furia de la familia de militares de la esquina que sólo creían en Dios, en la patria y en su amor. Todo lo demás era una aberración que amenazaba contra ellos. Cuando estaban en la puerta, Lechuza agarraba la bici y pasaba frente a ellos. Gritaba, cantaba y zigzagueaba. Terminaba tirado en la zanja y no se levantaba hasta no ver que el portal quedaba vacío. Entonces se levantaba y caminaba hasta su casa. Sólo él sabía el placer que este espectáculo le despertaba.
Algunas noches los dos quedaban en silencio. Miraban el cielo que parecía cargado de nubes y sin mirarse sopesaban su orfandad, como esos perros que se apiñan en las plazas y van juntos por las calles.
Sus bailes fueron siempre como el ladrido de un perro en mitad de la noche.
Otras veces, Piti veía a Lechuza darle de comer al ganso en el jardín y volver al rato preocupado por que el ave no comía. Se quedaba un rato largo hablándole con entusiasmo mientras le acariciaba la cabeza de cerámica a esa estatua que adornaba el fondo.
Eran vecinos. Habitaban dos casas pequeñas y frágiles. Se llamaban a toda hora y por cualquier cosa. Piti bebía con él pero siempre un poco menos.
Lechuza tenía casi setenta años. Le gustaba poner música fuerte y bailar con Piti en la terraza. En las casa de enfrente cerraban las persianas. Los de la esquina les tenían una bronca franca que ambos disfrutaban y buscaban aumentar con cada día.
Cuando Piti tenía visitantes nuevos, Lechuza golpeaba las paredes y puteaba y amenazaba con matarlo. Piti también puteaba. Al rato, estaban los dos simulando una pelea en el piso ante el estupor del visitante. Por lo general, la cosa terminaba con Lechuza apuntándole con una pistola de agua y Piti estallando de risa. La cosa terminaba con música y vino y una serie imparable de anécdotas.
Lechuza tenía un par de hijos que ya no veía y de los cuales no hablaba. Parecía que en su vida una parte había quedado perdida en la memoria de otro.
Piti tenía que dormir porque al otro día tenía que trabajar. Pero nunca tenía un no para ese vecino que lo quería como un padre, bah, como dicen que quieren los padres porque Piti no había conocido ese cariño. De su padre no tenía ningún recuerdo, solo un portazo hace muchos años y un silencio que se repetía en el eco de los días.
Algunas noches Lechuza le golpeaba la pared y lo despertaba. “Deja dormir, jodido de mierda” “Tengo unas bananas que tenés que probar” “Deja dormir” y los golpes seguían hasta que Piti saltaba el cerco en calzones comía una banana y volvía a su cama. Al rato los golpes retornaban. “Proba una naranja” y se renovaban las puteadas y el si y el no y de vuelta el salto del cerco y la fruta y el intento de dormir.
Algunas veces discutían de verdad y no se hablaban por unos días. Pero eran pocas las veces que esto ocurría porque con la excusa del vino ya estaban bailando de nuevo en la terraza para espanto de los vecinos y para la furia de la familia de militares de la esquina que sólo creían en Dios, en la patria y en su amor. Todo lo demás era una aberración que amenazaba contra ellos. Cuando estaban en la puerta, Lechuza agarraba la bici y pasaba frente a ellos. Gritaba, cantaba y zigzagueaba. Terminaba tirado en la zanja y no se levantaba hasta no ver que el portal quedaba vacío. Entonces se levantaba y caminaba hasta su casa. Sólo él sabía el placer que este espectáculo le despertaba.
Algunas noches los dos quedaban en silencio. Miraban el cielo que parecía cargado de nubes y sin mirarse sopesaban su orfandad, como esos perros que se apiñan en las plazas y van juntos por las calles.
Sus bailes fueron siempre como el ladrido de un perro en mitad de la noche.
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